ALCALÁ 28028

Fiel a un tal Diego


sábado 25 julio, 2020

Aquella tarde de Otoño en que se pararon los corazones en Arnedo durante un segundo: el que tardó el presidente en sacar las dos orejas tras la faena al gran Hurón, de Fuente Ymbro

Aquella tarde de Otoño en que se pararon los corazones en Arnedo durante un segundo: el que tardó el presidente en sacar las dos orejas tras la faena al gran Hurón, de Fuente Ymbro

Querido Diego

Son ya muchos años, va para décadas que llevas buscando el rédito que te otorgue la pureza. Y no habías encontrado -hasta aquel día de octubre en Madrid- más que vestigios cualificados del premio que nunca fue. Te habías convertido, Diego, en torero de culto para el aficionado, un oasis de la pureza para el profesional, la brizna en el testamento del maestro Curro Romero. Puro lo fuiste siempre, torero, pero de eso no se vive. O al menos eso creíamos hasta aquel 7 de octubre.

Porque, estando convencido de morir con tu concepto, siempre habían sido trazos, detalles, destellos, rabotazos aislados, más o menos intensos, para avivar el fuego y calentar las almas ávidas de ver torear mejor. Siempre mejor. Pero aquel día, cuando las manijas del reloj rondaban las nueve de la noche, un tío tan feliz como desmadejado por la exigencia física de una puerta grande en Madrid veía indolente cómo la multitud quería arrancarle hasta la chaquetilla. Querían ver a Urdiales. Querían hacer realidad el triunfo de la pureza. Porque la pureza no miente nunca. No sabe mentir.

No había sabido hacerlo en toda una carrera. Porque ya estás talludito, torero, para seleccionar experiencias, y en ellas siempre había prevalecido tu forma de entender la clase, la categoría, la dignidad, que no el prestigio; porque ese bien sabías tú que lo tenías ganado con el trapo en la mano.

Por eso te presentaste aquel año en Bilbao para iniciar tu campaña en el mes de agosto. Y sin un mohín de protesta. Sólo el orgullo, contenido primero y desbocado después, cuando aquel toro de Alcurrucén decidió que quería bailar contigo la danza del toreo más puro. Y otra vez Bilbao –donde hasta las esquirlas de los pitones dan miedo- se convertía en cómplice del renacimiento. Y Urdiales volvía a ser el alférez de la pureza. Porque no sabe la pureza que pueda decirse el toreo de otra forma. Ni lo sabe tu legión de irredentos riojanos, confesos devotos de la religión que aún no sabes que has creado.

Como no sabe Diego decir de otra forma el misterio que encierra. Tal vez no sepa nunca explicarlo con palabras, pero cuando las puntas de Hurón se fueron tras la franela que se había presentado franca todo su cuerpo se hizo toreo para reducir de golpe el verbo embestir. Reducirlo, que no acompañarlo, ni trazarlo, ni dibujar la suavidad de una máxima nobleza. Reducirlo. Imponerse a los dos pitonacos segadores que amenazaban el cuello. Someter la violenta llegada de un animal exigente hasta decir basta. Dominar la intención del bicho y adueñarse de su voluntad. Casi nada lo que había conseguido Diego antes de ponerse a torear. Porque eso llegó después.

Llegó la propuesta de pecho al frente, sobre la testud que casi le sobrepasaba; de muleta plana sobre el costado de salida; de embarque firme, mas no violento, preciso, casi sutil. Y la franela recogió una arrancada tan boyante, humillada y brava que no había en todo Madrid un foco en ese instante que luciera más que aquel. Sobre el corbatín de Diego, donde se hundía su mentón, sólo la nariz aguileña anunciaba que tenía cara, porque estaba tan reunido con su propia torería que tal vez no tuviese nada que gritar cuando un golpe al aire con la ayuda servía de firma a una tanda sensacional. La mano derecha abajo, el pico a la arena, el palillo recto, el vuelo vaciando por debajo de la pala el enigma de su toreo. Qué bonito, rediós. Qué puro.

Así fue también el natural cuando lo presentó Urdiales sin más trampa que su pecho a la bravura desbordante de Hurón. Qué torazo. Lo fue porque entregó su exigencia al que la supo superar. Y entonces le gateó los trazos buscando el final de los vuelos, que le morían detrás a Diego, donde no abarcaba más la cintura con lo enterrados que tenía los pies. Y eso que es bajito y de Arnedo. Como si eso le impidiese decir más verdad.

Pleno reflejo aquel 7 de octubre de lo que busca Madrid. Porque a veces la crudeza se digiere mejor edulcorada, pero nunca cuando es pura. Porque la pureza nunca miente y esa es propiedad de Diego. Diego Urdiales. Aquel día tal vez mucho más torero.