LA CRÓNICA DE VISTALEGRE

Lo vinieron a abroncar


viernes 14 mayo, 2021

La entrada que había pagado en el tendido de Vistalegre la había convocado un Morante cuyo personaje eclipsó la belleza sin profundidad de Aguado y la impotencia de Ponce.

La entrada que había pagado en el tendido de Vistalegre la había convocado un Morante cuyo personaje eclipsó la belleza sin profundidad de Aguado y la impotencia de Ponce.

FOTOGALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO

Lo vinieron a abroncar, no les quepa duda. Vinieron a mentarle a la madre para decirle que sería la única que vendría a verle la próxima vez. Pero terminaron añadiendo el suyo propio al nombre de la progenitora. Vinieron a cagarse en sus muertos, sí, porque en el fondo saben que eso implica muchas opciones de ver torear como no lo hace nadie.

Y eso no implica hacerlo mejor ni peor, porque lo distinto no se compara. Es distinto y punto. Y Morante, con personaje y sin él, con filias y fobias, es distinto. Para bien y para mal, porque José Antonio, el de la Puebla, es cualquier cosa menos anodino. Morante es todo lo contrario, porque sólo una fina línea separa el amor del odio; es imposible odiar sin querer o haber querido. Lo contrario del amor es la indiferencia heladora con la que sentenciaron a Ponce a la muerte del primero. O la tibieza mortecina con la que le dedicaron leves palmitas antes de arrastrar al cuarto sin botín. Lo de Morante recogiendo ceremonioso la tremenda bronca que le dedicaron los paganos tras pasaportar al de Daniel Ruiz forma parte de su triunfo.

Tanto como lo hacen las verónicas encaderadas, con la barbilla rascando corbata y la suerte cargada con el cuerpo entero que le dedicó al segundo nada más aparecer. Que fueron brillantes, mas no rotundas, pero es que lo meramente vulgar de José Antonio está fuera de la capacidad de más de medio escalafón. Igual que lo están los naturales a pies juntos con los que tocó al vuelo y se llevó la arrancada tras la cadera sintiendo cada bufido en la piel. Porque a Morante o se le siente en el alma o te revienta las tripas; lo demás, sencillamente no existe.

Como no existe la manera de contar qué pasó tras el extraordinario encuentro de Pablo Aguado con el tercero y su forma peculiar de abrir compás y de abrir brazos, de llevar el percal cadente y a dos dedos del morro para llenar el escenario y meter al tendido en faena como lo hacen muy pocos hoy en día. El sevillano derrocha natural sentimiento para cualquier forma de trato con los toros, y no descompone jamás una figura completamente acostumbrada a acoplarse a su toreo, pero cuando iba muriendo su trasteo al tercero, como quien comprende que se está apagando la vela que le alumbra, una voz destemplada desde el tendido tronó una sentencia cruel: “Se te ha ido, Pablo”. A Pablo la intención le dice que debe quedar bien, que debe mostrar que lo ha intentado, todo, y a lo mejor se equivoca. Porque un torero como él no puede quedarse en intentarlo. Intentarlo es medianía, mediocridad, incomprensión para él. «Se te ha ido, Pablo». Y no era verdad. Pero tampoco mentira…

Como no lo es que Enrique Ponce vive, tal vez, el peor momento profesional de su dilatada carrera. Cuando uno ha sido sabio para ofrecer la lidia adecuada, sanitario para cuajar inválidos que otros hubiesen desechado y profesor de mansos que terminan cogiendo la linde de su media altura, duele comprobar que ahora no se termina de encontrar la solución para cuajar toros que antes jamás se hubieran ido. “Vete ya”, le gritaba otra voz, también destemplada y no menos cruel con quien lleva más de treinta años en figurón del toreo. Y seguro que no es la primera vez que lo escucha, pero antes jamás sintió la impotencia de ahora para encontrar el camino. Al de Chiva jamás le ha costado aplicar soluciones a una embestida o adaptar esa arrancada a su forma de concebir el toreo, pero hoy se le vio querer mucho y poder poco con dos toros muy propicios para el Ponce de cualquier otro año. Y a lo mejor hay que ir planteando que llega el fin. Porque algún día tiene que ser, y mejor no morir como la caricatura de lo que uno fue.

Porque lo de los pitos a Ponce en momentos de la lidia fue mera casualidad que se encontraron los paganos, que habían ido a abroncar a Morante con toda la crueldad que pudiesen. Y, con todo lo que ello implica –verlo torear incluido-, se fueron todos satisfechos. Hasta Morante, al que sólo le faltó un pelo, en pleno fragor de la bronca, para saludarla cual si fuese una ovación. Lo toreras que pueden ser depende de qué broncas…

FICHA DEL FESTEJO

Plaza de toros de Vistalegre, Madrid. Segunda de la Feria de San Isidro. Corrida de toros. Unas 3.000 personas en los tendidos. 

Seis toros de Juan Pedro Domecq, de buena presencia y trapío, y uno, el quinto bis, de Daniel Ruiz. Tremendo de clase y de celo el buen castaño primero; obediente y entregado el noble segundo, muy profundo, ovacionado; de extraordinaria calidad el fino tercero a menos; humillador y obediente el cuarto, a menos en la entrega; devuelto por flojo el quinto; geniudo y deslucido el manso quinto bis; renuente y a la defensiva el sexto.

Enrique Ponce (grana y oro): silencio y silencio. 

José Antonio «Morante de la Puebla» (canela y oro): oreja y bronca. 

Pablo Aguado (corinto y oro): ovación y silencio.