El pasado fin de semana Nimes celebró su (aplazada unas semanas) Feria de Pentecostés. Y fue un éxito de asistencia en los nuevos límites permitidos y también en lo artístico. Matices al margen, faltaría plus.
Canal Toros la llevó a sus abonados y también a quienes, con impunidad y alevosía piratean la señal y la crítica especializada le dedicó el pertinente espacio y con la variedad de juicios pertinente.
Entre ellos, Antonio Lorca, crítico titular de El País, una tribuna que en el pasado tuvo a un referente como Joaquín Vidal o, también, José Suárez Inclán y, en Barcelona, Ángel Cebrián.
Lorca (Antonio), cuya categoría profesional y condición de aficionado cabal no pongo en duda, suele firmar críticas de esas que, como a ciertas ganaderías, se les considera “duras”. Nada que objetar, cá uno es cá uno. Ocurre que, en ocasiones y en mi humilde opinión, desvía el tiro, ya sea por miopía o por ves a saber qué.
Y a la Francia taurina -parece- le tiene especial, pues no es la primera vez que la intenta dejar a la altura del betún.
Titular de la corrida de domingo “Desvergüenza nimeña”, por las muestras de felicidad del público durante el festejo y la facilidad orejil del usía es un desahogo que, incluso, podría tener justificación. Pero denostar a la terna con adjetivos y juicios de valor como “tarde indecorosa de los tres toreros”, “sin recursos y afligidos”, “probaturas insulsas, muletazos deslavazados” (Finito, en el cuarto”; “Precavido, acelerado, desconfiado”(de Urdiales). De Juan Leal, mejor ni les cuento.
Lorca (Antonio), como servidor, vio la corrida por la tele y más allá de aquello del “Espíritu Santo” que invocó Paula, es indiscutible que, para bien o para mal, no es lo mismo que estar en la plaza. Entre otros y variados motivos porque es ahí donde se vive la comunión entre lo que sucede en la arena, el diálogo entre el artista y el toro, y el coro del público, que participa de él, lo jalea, lo sufre, lo premia o lo censura. Y eso, desde el sofá de casa, con aire acondicionado y en soledad o no, no ocurre.
Pero es que, además, el influyente crítico, se permite sentenciar : “Siempre se tiene la mejor opinión de aquello que no se conoce ¡qué gran verdad!”. Y remata: “ ¡Cuánto admirábamos a la afición francesa cuando no se televisaban las corridas más allá de los Pirineos!”.
Desconozco- aunque barrunto que no muchas- las plazas francesas que ha visitado el perspicaz crítico, pero sí sé en las que, desde hace más de tres décadas, he estado yo, tanto de aficionado raso como por obligación profesional y son muchas, tanto del sudeste como del sudoeste. De Arles, Nimes, Istres, Béziers, Palavás o Céret a Mont de Marsan, Bayona, Dax o Vic. Cada una tiene personalidad y gustos propios y quienes organizan las ferias lo saben e intentan satisfacerlos. Por eso, es cuanto menos injusto descalificar a una afición capaz de emocionarse con un lance artístico o ponerse en pie ante un tercio de varas como Dios manda. Hay plazas, como Céret y Vic, donde el toro es el protagonista principal y otras, como las mencionadas, donde el eclecticismo en los gustos permita que en una misma feria, de dos, tres o cuatro festejos, haya lugar para toreros y hierros de muy distinta condición.
En todo ese tiempo- que espero prolongar mientras el cuerpo aguante y la economía lo permita- yendo a plazas francesas, he tenido ocasión de vivir tardes inolvidables, que ocupan su lugar en mi memoria sentimental taurina. La primera vez, de muchísimas posteriores, en que nada más ver el indicador de la carretera que anunciaba Céret, escuché llegados de la plaza de toros los reconocibles sonidos de instrumentos catalanes como la tenora interpretando sardanas o pasodobles. En Céret- “catalanes y aficionados” reza la pancarta cada tarde en un tendido- he visto a Esplá en su salsa y a punto de perder la vida con un toro de Valverde; a El Fundi, Robleño, Gómez Escorial, Alberto Aguilar, Castaño, Encabo, Rafaelillo, Fernando Cruz, Gómez del Pilar, Sánchez Vara…ante toros de ganaderías y encastes con el común denominador de la dureza, así, en general.
He viajado a las novilladas matinales de febrero, finales de los 80, en Nimes, en época de carnaval, para ver a Finito, Chamaco, Jesulín o Marcos Sánchez Mejías. También, claro, a sus ferias de Pentecostés y Vendimia (ahí, el prodigio de José Tomas, pero no sólo). En Arles, por Pascua y la Feria del Arroz, con esa Goyesca que cada año se supera a sí misma. O en Istres, sus carteles tan imaginativos como coherentes y el inolvidable indulto de “ Golosino” de La Quinta, por Juan Bautista. Y con menos frecuencia-la distancia, dicho queda- otros protagonistas, distintas características, lo mismo en Vic, o Dax, o…
Quizás Lorca (Antonio) no ha estado en Céret, acaso tampoco en Arles, o Istres, o en Vic o en Mont de Marsan … Y sí ha estado y escribe lo que escribe, peor aún.
La Francia taurina, no lo oculto, me tiene cautivado. Los aficionados siguen teniendo a los toreros como héroes y como tal los trata. El toro, no sólo en las mencionadas y otras plazas “toristas”, les merece el máximo respeto y así exigen sea tratado durante la lidia. Las calles de sus ciudades en fiestas (y no sólo durante las mismas, sino todo el año) son una exaltación sin complejos de la tauromaquia. En las librerías proliferan las obras de temática taurina, al vista, sin esconderlas; los escaparate de las tiendas, los bares y restaurantes, exhiben adornos, fotografías, materiales taurinos…
Y, lo más trascendente: las ciudades taurinas, unidas sin distinción de color ideológico, han conseguido la protección, el blindaje y la promoción de la tauromaquia, con iniciativas legislativas y administrativas que permiten resistir el acoso continuo del poderoso lobby animalista.
Oui, j’aime la France taurine.
Sobran los motivos, Creo.