Dicen que el amor es ciego. Y, viendo lo que ve uno cada día cuando mira en derredor, debe ser cierto. También lo es en el toreo, porque ha habido nombres que han entrado en la historia sin que nadie acierte muy bien a explicar cómo lo hicieron exactamente. O, al menos, cómo lo hicieron para parecer tanto incluso viviendo la era del vídeo. Y la única respuesta a esa pregunta es la palabra verdad.
Uno de ellos es Juan Ortega, a quien cierta parte del sector comunicativo social está atacando de forma feroz y que se está refugiando precisamente en su sueño, el toreo, para seguir creyendo en lo que a él y a miles de aficionados hace feliz.Porque en el toreo, entre lograr la obra sublime que recordará mañana el mundo y que todo se acabe en un mal trance que desearías no haber vivido, la diferencia está -muchas veces- en una palabra de aliento. Y precisamente Juan tiene tal capacidad para transmitir al que observa el toreo, que imagina que lo hace incluso cuando no lo ejecuta todo lo bien que quisiera. A ver quién puede decir eso en el escalafón actual…
Ahí, donde todo tenía su medida, donde la inmediatez no se tolera, donde el ritmo es un mandamiento y donde la caricia es el ingrediente para tocar la gloria. Es Ortega de esos toreros que han entendido que ser infieles a un concepto es llevarlos de cabeza al purgatorio, por eso no viven obsesionados por un triunfo, sino por los caminos que le llevan hacia él. Y precisamente él, incluso en los momentos difíciles -como el de ahora- consiguió transmitir calma a aquellos que tenía a su lado. Aquí las prisas siempre han sido malas consejeras, esas a las que ninguno quiere tener como compañera de viaje.
Su caso es el de un matador de toros con un punto de barroquismo en sus formas, ese que daba la otra orilla de Sevilla, esa de la Cava donde salieron grandiosos toreros que con mayor o menor regularidad dejaron un sello en todo buen aficionado. Un concepto que para nada es impostado, fluye solo y como las musas no aparece cuando uno quiere, sino cuando es el momento indicado. Eso se ve en un Ortega que incluso cuando pintaban bastos a comienzo de temporada supo que la única forma de convencer a los escépticos era siendo él mismo, y eso únicamente se conseguiría si no pensaba más allá del momento que le tocaba vivir.
Y así lo refrendó durante esta temporada en Valdemorillo, Málaga, Sevilla, Granada, Torrejón de Ardoz, Burgos, Santander, Valladolid… donde el aficionado quedó prendado de un concepto en el que el juego de muñecas y cintura es primordial para conseguir pulsear la embestida. Un torero que muchas veces parece flotar y otras veces hundirse en el albero, asentar todo su cuerpo y torear con las palmas de las manos, porque el toreo es armonía.
Por eso cala. Por eso importa. Por eso su verdad pasará antes que la mentira mediática que le está ahogando su presente. Porque hay pocos toreros en el escalafón en los que el aficionado crea de verdad. Y Juan es uno de ellos.