«Yo no era muy consciente de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor». Las palabras son del propio Julián, que ahora se da cuenta de lo poco consciente que era entonces de lo que estaba revolucionando un toreo entonces muy diferente, en el aspecto social, de lo que es hoy. De hecho, un Julián ya estelar, pero sin edad todavía para sacarse la licencia de conducir, grababa un anuncio de un coche -era el Seat Ibiza- que terminaba con una frase lapidaria: «Tranquilo, maestro, que todo llega». No tenía edad para conducir un coche, pero ya era maestro.
Y su desembarco en el escalafón superior viene ya marcado por la condición de figura que ya se había ganado de novillero. Había roto los moldes del sistema, había revolucionado la confección de los carteles, pero era un niño en el momento en el que estaban cambiando las estructuras de poder. «Yo me veía hoy toreando con Joselito y Ponce en una plaza y al día siguiente juagndo al fútbol con mis amigos de toda la vida. El toreo era todo aquello que yo vivía disfrazado de mayor», explica el propio Juli en una entrevista que Cultoro publicó recientemente.
Entonces fue cuando Joselito, José Tomás y Pablo Hermoso de Mendoza, apoderados todos por ese genio que en su día fue Enrique Martín Arranz, le echaron un pulso a los cimientos del sistema negándose a que sus corridas sean televisadas. En aquel ‘chocolate’ estuvo también Luis Francisco Esplá, y Enrique Ponce, pero tardó poco en salir de ahí. Julián, entonces, no tenía edad para comprender las implicaciones de unos hechos que dejó en manos de sus representantes. Y su apoderado, por aquel entonces, era Victoriano Valencia, suegro -qué casualidad- de Enrique Ponce. Todo aquello lo vivió, es verdad, pero casi como si lo estuviera viendo en una pantalla de cine mientras juega con sus amigos.
Pero no está mal pasar por ese pasaje, porque influirá más tarde en su carrera, cuando las cosas se vuelvan a torcer y sea precisamente él quien lidere la respuesta de los toreros. Todo a su tiempo.
Porque mientras jugaba y triunfaba, desarrollaba esa faceta suya tan personal del aprendizaje en carne ajena, hecho que delata sin dudas a las personas inteligentes. Y Julián lo es. Toreaba con el capote, introducía en España quites mexicanos que rebautizaban con su nombre -aunque hay mucha diferencia entre una vulgar zapopina y una lopecina con los pies enterrados-. Curiosamente, la que sí fue de su invención la bautizó como escobina, en homenaje al apellido de su madre, segundo en su DNI. Escobar. Era joven. Tan joven que a veces tenía problemas administrativos. Y estaba bendecido por una leyenda como José María Manzanares padre y un maestro en plena ebullición como José Ortega Cano.
Ponía banderillas, muleteaba con tanta facilidad que era difícil saber si el sitio que pisaba era por el tremendo conocimiento que atesoraba o por todo lo contrario, y hasta se alzaron los agoreros -que nunca faltan- que pronosticaban un trágico final entre los pitones de un toro. Y llegó su primera sangre en Madrid, vestido de blanco y cuando muleteaba con mucho poder a un toro de Guardiola, negro calcetero, que llevaba por nombre Anglo. Lo que iba para triunfo quedó en el primer gran susto que se llevaba el todavía adolescente Julián. Porque el toro -ahora lo sabía- siempre cobra su precio en sangre.
Pero a partir de entonces comenzó su giro de tuerca, su búsqueda de una mayor profundidad, su desesperado estudio del animal hasta encontrar la forma de cuajarlo sin más paliativos. Pero no adelantemos acontecimientos, que nos quedan aún tres capítulos…