Era el 4 de octubre de 2002 y Julián ya llevaba cinco temporadas de alternativa. En su camino habían cruzado personas, habían entrado unos, salido otros y aportado lo que buenamente podían los más de ellos. Era el 4 de octubre de 2002 y El Juli buscaba dejar de ser El Juli sin dejar de serlo. Era, tal vez, la primera vez que se reinventaba, que sentía que gobernaba su vida, su carrera y su forma de interpretar el toreo. Era el 4 de octubre de 2002, el día que se despedía de los ruedos nada más que Curro Vázquez. Y a Julián le pareció que tal vez no fuera mala idea explorar la senda que dejaba el maestro que se iba. Era el 4 de octubre de 2002 y en la vida de Julián se cruzó un toro de Victoriano del Río. El primero de una larga lista que vendría después. Esa tarde otoñal carabanchelera, El Juli cuajó a Desván.
Fue otra forma de interpretar porque fue otra forma de sentir. Fue un Juli nuevo, distinto, mejorado, ralentizado en sus formas, asentado en sus plantas, aplastado en la impresión que dejaba en cada muletazo al exigente toro. Gobernaba, mandaba, exigía y transmitía el toreo eterno a un tendido que asistía extasiado a su transmutación. Era, desde luego, el momento de utilizar el invierno cercano para saber hacia dónde quería encaminar su carrera. Curiosamente, aquel 4 de octubre de 2002 estaba en Vistalegre Roberto Domínguez.
«Yo quería darle un cambio a mi carrera y a mi vida», afirmaba julián en una entrevista concedida a Cultoro, «y en aquel momento Roberto me dijo que si estaba dispuesto a investigar a ese torero que se había visto con Desván, él estaba dispuesto a apostar por él». Y comenzó una de las temporadas más duras para Julián en toda su carrera. Es verdad que venían los triunfos y que no faltaban los contratos, pero El Juli ya no era El Juli. O lo era, pero había dejado de ser un niño. Le costó dejar de banderillear los toros y que las plazas lo comprendiesen. Y que lo aceptasen, claro. Le costó que llegase el toreo en que él quería profundizar, que había evolucionado un mundo su primera versión. El público le recriminó que hubiese cambiado, pero él se encargó de convencerlos.
Para entonces ya tenía a su lado a un hombre que le había dado calma, tranquilidad, serenidad y, sobre todo, que le había transmitido la importancia de gobernar su destino, de tomar las riendas de su vida en general. Es cuando comienzan a llegar los cambios en su entorno, la elección de nuevas personas para rodearle y aportarle como la figura que nunca había dejado de ser, pero que necesitaba evolucionar de una manera vital. Aquel principio del nuevo milenio había traído un Juli que elegía, que decidía, que apostaba y que le daba sentido a cada senda escogida. Comenzaba un periodo de ascenso, de búsqueda, que desembocaba en otro toro de Victoriano del Río y en la otra plaza de Madrid.
Porque aquella tarde en la que El Juli saludó con el capote a aquel Cantapájaros, vestido de grana y oro, ya había tenido sus más y sus menos con la plaza de Las Ventas. Ya le habían negado las dos orejas de un toro de Fuente Ymbro en aquella primera encerrona en la que mató toros de todos los encastes; ya le habían negado el pan y la sal con aquella faena histórica al Novelero de Ana María Bohórquez aquella tarde isidril en la que todo el mundo recuerda la labor de Julián, aunque fuera El Cid el que abandonase el ruedo en hombros. Ay, Trinidad, Trinidad… titulaba Zabala de la Serna en ABC una de las crónicas más redondas que se han escrito en los últimos lustros. Pero la de Cantapájaros fue la redondez en el ruedo, la despaciosa capacidad de ralentizar una embestida porque el hombre así lo impone. Eso, al final, es el temple, según, por ejemplo, El Viti.
Menos mal que al segundo se su lote, en una faena de oficio y concebida para exponer con la única idea de cortar la oreja que le faltaba para abrir la Puerta Grande -la primera como matador- le paseó un despojo que nadie recordará porque antes había llegado la magia de Cantapájaros. Pero ese día, el que Juli convenció en Madrid, sería también el inicio de su desencuentro con una afición que tardó en volver a reconocerlo.