Todos con sus matices, con sus exigencias y con
su fondo, pero hubo uno, el Ferretero cuarto, que fue la excelencia entre lo
bueno y se premió con la vuelta al ruedo. Y no hay que olvidar al quinto, que
dejó bravura y entrega entre la resaca del anterior.
Con estos mimbres llegó Padilla a entregarse a su concepto
del toreo y hasta pudo estirarse con la excelencia del cuarto, con el que
anduvo variado, asentado y hasta despatarrado, intentando siempre torearlo
despacio y saborear cada arrancada, siempre dentro de su tauromaquia y de su
compromiso con el público. En ambos toros marró con el acero y en ambos perdió
el pelo, que no el cariño de una plaza cubierta en un tercio.
Ese tercio volvió a ver cómo dejaba muerto el trapo El Cid
con la zurda, cómo se abandonaba con el quinto y cómo recuperaba el oxígeno en
una temporada de arrastrar circunstancias y pesares. Emocionado se vio al
sevillano al volver a erigirse en torero roto y fundido con el excelente animal
de Jandilla, al que le dejó momentos de retina y una estocada de premio para
cortarle una oreja.
Otra cortó el debutante José Garrido, al que Bilbao tuvo la
sensibilidad de recibirlo con una ovación. Fue con el tercero, que tuvo
exigencia pero buen fondo para que lanzase trapo el extremeño y se quedase más
quieto que los postes de la luz. Supo resolver con ese y supo entregarse con el
sexto, que se le paró muy pronto para obligarlo a tragar y tirar de recursos.
Bilbao le otorgó de nuevo su placet.
Se lo otorgaron los que acudieron, que no fueron muchos más
que ayer. Y a la semana ya le queda menos.