Madrid en otoño, sin viento en Las Ventas y tres toreros que hacen del toreo belleza (y viceversa). Cuando ocurre es el acabose.
No fue el caso ayer ( los toros de El Pilar tuvieron su cota de responsabilidad en ello, claro) pero aún así, pasadas las horas, la memoria retiene fogonazos deslumbrantes.
Sucedió con el capote de Pablo Aguado pero sobretodo con Juan Ortega ( las opciones de Diego Urdiales fueron nulas).
Si en el segundo de la tarde, las verónicas de Ortega, tan acompasadas ellas, acallaron – por momentos, no se vayan a creer- las voces destempladas y las palmas con ese otro compás que llaman de tango y sirve p’a too, lo del quinto…
La apertura de faena, a dos manos, fue prodigio de ayudados que, llevado con ellos el toro a los medios, desembocó en torrente – fueron tres series, pero por la lentitud de su transcurso, parecieron más- de toreo en rendondo en la que en cada muletazo Juan Ortega iba con él, es decir: toreaba todo él, de la cabeza a las zapatillas.
Rugía la plaza toda, menos unos mil trescientos ochenta y dos -cien arriba, cien abajo- que esperaban, en silencio ¡ qué bendición- y brazos cruzados, su momento de gloria.
Tuvieron que esperar , pues llegó una tanda de naturales del mismo son pero ya con las embestidas a menos y tras la estocada los pañuelos blancos afloraron con timidez en los tendidos ( menos en uno y en la grada vecina), como si hubiera que pedir permiso para el gozo y el premio.
Por eso, cuando Ortega dio la vuelta al ruedo (sin oreja en mano) para recoger agradecido el agradecimiento de tantos y tantas salvo los y las susodichas y susodichos mil trescientos ochenta y dos que volvieron a sus afanes, que fueron clamor despectivo cuando el torero pasó ante ellos y ellas, tan felices en su desgracia pues jamás conocerán la insoportable levedad de la belleza.