Cinco lustros, en otras manos, anuncian una rendición que se ve cerca por la saciedad del triunfo y la mella de los kilómetros y el miedo. En otras manos, no en las que hoy cumplían esos años de caballero. Seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Así definía Cervantes a su Quijote, y así se muestra un hombre que, cual moderno Quijano, aún permanece en la búsqueda de un sueño.
Un sueño que se mece dormilón en un capote que se abrió eterno para limpiarle la cara al buen primero, despacio, con la parsimonia que da saberse soñador al otro lado del río, ambicioso de alma así que pasen otros veinticinco. Le regaló ese primero los rizos en el vuelo de un percal mimoso, que convenció al bruto de que no lo fuera tanto. Y se fue detrás de la muleta con el fuelle justo, pero derramando calidad; harto está Enrique de cuajar esos toros, pero hoy era distinto. Hoy el brindis que ofreció al público era también para él, para saciar el hambre de ayer con el magisterio de hoy. Cinco lustros entre brindis. Toda una vida muriendo de torear.
Por eso le ofreció sapiencia al negro toro para administrarle la entrega, para imponerle su mimo gobernando cada arrancada, pidiendo sin exigencias cuando no eran necesarias. Hasta que la mano diestra se disparó de ansia cuando ya la faena picaba a los cielos, y los quiso tocar en la exigencia perfecta de unos flecos en el piso, una cintura encajada, el pulso acomodado a un sólo latido por cite y cinco lustros de toreo resumidos en cinco derechazos y un cambio de mano que reventó 8.000 barrigas rendidas a su forma de sentir. Es Enrique Ponce. Es ya leyenda viva.
Cuando pisaba Ponce este ruedo para doctorarse en magisterio a El Fandi le quedaban cinco años para matar su primer becerro, y hoy se anunciaba con el maestro y le acompañó en su salida en hombros, pero es distinto su concepto. Sabe David pegarle muletazos buenos a los toros que le entregan la alquimia de la cara colocada, pero es la suprema técnica, la facultad física y la veterana suficiencia la que pone al granadino a calentar el tendido. Un tercio de banderillas de exposición y compromiso al quinto y otro de vibrante solvencia al segundo; capacidad con uno para tocar dos veces antes del embroque y que viaje largo el vuelo en cuatro y el de pecho; gusto con el quinto para dejar medias de rodillas, toreo de rodillas y pectorales abrochados en la hombrera goyesca que lucía hoy. Una oreja en cada toro y Dios en casa de todos.
De todos menos de Castella, que se quedó sin premio en la fiesta de Ponce porque no brillaron las armas para pasear el pelo. Otro de los toros buenos cayó en el lote del galo junto con el esmirriado y enfermizo tercero. Salió sexto y era el de menos peso del encierro, pero también el de más trapío. Y fijeza, que fue lo que le regaló a Castella para que sometiese o perdiera el resuello en el intento. Le costó dar con el pulso del castaño, que lo castigó con la cara suelta cuando le permitió tocar trapo, pero le regaló clase y reboce cuando viajó tersa la pañosa. Una oreja tenía cortada y le arrebató la media tendida. Pero hoy era el día del maestro.
Y en su día se fue en volandas con la ilusión del niño de ayer en su armadura de caballero de cinco lustros después. Se fue pensando en el tango que fijaba en veinte años el tiempo que no es nada para lo que pudo ser. Qué pensaría Gardel si viese estos veinticinco…
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Castellón. Feria de La Magdalena, quinta de abono. Goyesca.
Toros de García Jiménez y Olga Jiménez, correctos de presencia excepto el esmirriado tercero. De gran calidad y justo fuelle el primero, Noble y anodino el tercero, de corto viaje; obediente y repetidor el segundo; Desentendido, rajado y deslucido el cuarto; con calidad y nobleza el buen quinto; acometedor y con transmisora fijeza el sexto.
Enrique Ponce (hueso y azabache): dos orejas y silencio.
El Fandi (blanco y azabache): oreja y oreja.
Sebastián Castella (blanco y azabache): silencio y ovación.
FOTOS: Luis Sánchez Olmedo