Cantora. Es la palabra más recitada en los últimos días en esos programas que repudian todo aquello que significa quien convirtió esa finca en una leyenda. Cantora parece ser la piedra angular de todo lo que consiguió poseer en vida Francisco Rivera Paquirri. El primero. El de antes. El genuino.
Paco era como le llamaban sus amigos, sus allegados, sus compañeros. Paco era el padre, el marido, el ex marido, el yerno, el cuñado y el Espíritu Santo para todos los que le rodeaban y también hoy para los programas de tinte rosa que amasan fortunas a base de explotar las miserias de los demás.
Pero Paco era también el nombre de pila del torero, del poderoso, del dominador, del muletero temperamental y sabio que destacaba, además, en todas las demás suertes de la lidia. Hoy se dirime en los programas del corazón el testamento material de Paquirri; a nosotros no preocupa más que esa circunstancia no eclipse el testamento taurino de uno de los toreros más importantes de la segunda mitad del siglo XX.
Matador de toros desde hace 54 años –el pasado día 17 de julio se cumplieron-, ya desde antes era figura entre los de su generación. Puerta del Príncipe el día que pisaba La Maestranza por primera vez, era el novillero sobre el que pesaban las esperanzas de los aficionados aquel año de 1966 en que su valor comenzó a hacerse notar en el escalafón superior. Tanto que su regreso al Baratillo el 1 de octubre, ya con la borla de matador, supuso atravesar de nuevo la Puerta que da al Guadalquivir. Y acababa de llegar…
Desde entonces y hasta su muerte Paquirri fue ascendiendo el camino austero y sin paradas hasta convertirse en figura del toreo. En mandón, incluso, con seis puertas grandes de Las Ventas abiertas en su carrera. Tres de ellas en el mismo año, aquel de 1969 en que desplegó su principal característica: la de total dominador de tiempos y espacios, conocedor profundo de la lidia y llenador de escenarios hasta que no había más foco que él. Paco lo era todo.
Lanceaba con soltura de salida, colocaba a sus reses en suerte a la hora de picar –precisamente así le sobrevino la cogida mortal- banderilleaba con mucho poder y muleteaba con la virtud de ofrecer muy pocos espacios muertos entre las faenas. Así era Paquirri, un dechado de facultades, un portento de la naturaleza que, sin embargo, ya había tomado la decisión de retirarse del toreo al final de la campaña americana de aquel 1984 en que Avispado se cruzó en su camino en Pozoblanco.
Hasta entonces todos los públicos de Europa y América quisieron tener a Paquirri en los carteles de sus ferias. Fue líder del escalafón en varias ocasiones, y rondó el centenar de festejos en otras tantas. Torero. Torero hasta en el momento de su cornada mortal, cuando fue indicando al médico que lo asistía las trayectorias de la escalofriante herida que invadió las televisiones de todo el orbe al estar allí la cámara de Antonio Salmoral.
Por casualidad, además, dado que en TVE le habían dicho que no había tiempo para emitir la crónica de Pozoblanco en el Telediario y él sólo estaba grabando la corrida para probar esa cámara VHS que había adquirido sólo tres días antes. Y resultó ser el trabajo de su vida…
Pero eso, quizá, merece ser contado en un relato aparte…