Hace mucho tiempo que los toros de Santa Bárbara se asentaron en la feria de Manizales con fuerza. No sólo su irreprochable presentación, sino también un juego cada vez más regular en su buen comportamiento les han labrado ese derecho. Y desde hace tres años Román aterrizó en esta corrida y encontró su lugar en el mundo. Tanto porque Manizales siempre ha sabido agradecer la alegre entrega del valenciano, como porque su disposición y capacidad demostrada con los toros del Capitán Barbero le están convirtiendo en un verdadero especialista.
De hecho, al terminar el festejo, cuando Román se despedía a hombros de la plaza que, probablemente más le quiere y en la que más se siente a gusto, el ganadero hablaba con la prensa y decía que sólo le pedía una cosa al empresario: “que ponga a Román siempre con mi corrida”.
Y eso que al valenciano esta vez sólo le bastó un toro, el segundo de la tarde, uno que salió empujando las telas de Román con tanta codicia como calidad. Y el torero esta vez no sonrió como suele. Al contrario, su gesto parecía abstraído de ese tendido que tanto le quiere. Había descubierto en el pitón derecho del toro una mina de oro y estaba dispuesto a explotarla. Firme, sereno y convencido de lo que debía hacer se fue hacia el toro, le dio el pecho y le puso la muleta plana para marcarle el camino con firmeza y bajarle la mano con poder en esos inicios candentes, pero después salió su inteligencia y delicadeza para, cuando el toro hizo algún amago de buscar una salida, tocarlo con suavidad para sujetarlo sin afear el muletazo y fijarlo en el siguiente envite, cuando el torero ya había ganado el paso y estaba perfectamente colocado para ligar y darle ritmo a la faena. El toro no sólo obedeció, sino que fue a más y el conjunto subió al tendido con la fuerza de lo rotundo. Los “olés” fueron unánimes. Es cierto que por el izquierdo no fue el mismo, ni el torero estuvo tan firme, por mucho que un par de posteriores series de molinetes, intentando estirar las embestidas por ese pitón, quisieran tapar ese defecto. Pero es que la solidez de lo hecho hasta ese momento fue soberbia. Y la espada certificó su triunfo. Con el quinto se esperaba ver otra demostración de ese Román inteligente y torero, pero el toro no se definió nunca, se venía al capote y a la muleta dubitativo y probón, y el valenciano no se terminó de confiar en una faena corta. Sin embargo, el crédito ganado antes no se vio disminuido en lo absoluto.
Hubo otro toro, el tercero, que aún después del arrollador éxito de Román puso a vibrar la plaza. Fue un tercero de preciosas hechuras y una seriedad tremenda en su embestida fija, pronta, alegre y encendida. Tanto, que la poca experiencia de Juan Sebastián Hernández fue un hándicap para el Boyacense, que no terminó de explotar las bondades del toro. Sin embargo, dio todo lo que tuvo para estar a la altura. “Dicharachero” pareció más fácil que el toro de Román, pero sólo porque su nobleza dulcificó una embestida que pesó un quintal en la muleta de Hernández, pues siempre pidió un gobierno sin fisuras. Repitió y se revolvía con tanto ímpetu, que a veces Juan Sebastián tenía que rematar las series porque el toro se le comía el terreno en cada muletazo sin que el torero pudiera expulsarlo. Por eso, tras la estocada efectiva, al toro se le premió con la vuelta al ruedo, mientras que al torero se le otorgó una oreja por el esfuerzo de dar la cara y procurar lucir un animal que a veces le desbordó. Y el sexto también puso lo suyo, aunque esta vez sin tanta claridad. Los primeros compases de la lidia fueron un intercambio de golpes, toro y torero se midieron, se probaron y ninguno se asentó. Después Hernández tiró de raza para atacar y dominó en dos tandas de derechazos entusiastas, tras las que el toro volvió a imponer su casta y el torero dio un paso atrás. Esta vez la espada no le funcionó igual y el colombiano se marchó con la frustración del triunfo perdido, pero la dignidad de haberse jugado todo.
Ricardo Rivera, por su parte, no tuvo la fortuna de su lado. Es verdad que con el primero, que también exigió lo suyo, pero que embistió recto al principio, para después emplearse con trasmisión cuando le sometieron, el vallecaucano dejó muletazos de un corte desgarrado de naturalidad. Sin embargo, fueron como islas. Chispazos aislados y perdidos en momentos de ligazón entre otros que no la tuvieron tanto y que también carecieron de temple. Aun así, pudo tocar pelo si el toro no se traga ese primer espadazo. La apuesta sería entonces con el cuarto, pero tras unos primeros tercios prometedores, el toro no terminó de romper hacia adelante y en un amago, distraído por la montera, terminó enganchando al torero sin mayores consecuencias para Ricardo, pero a partir de ese momento, el toro cambió. Buscó con cierto peligro y se quiso defender. Ricardo lo intentó, sobre todas en unas series al hilo de las tablas al final, pero ya no había mucho qué sacar en limpio. Quiso, incluso, regalar el séptimo. Pero la tarde ya tenía dueño.
FICHA DEL FESTEJO
Martes 3 de enero. Plaza de Toros de Manizales. Segunda de abono. Alrededor de 10000 asistentes.
Toros de Santa Bárbara, bien hechos, rematados y de seria presencia. También de juego serio e importante, sobre todo el tercero, “Dicharachero”, nº 21, castaño de 478 kg., premiado con la vuelta al ruedo por encastado y enclasado. El segundo tuvo un gran pitón derecho, el primero y el sexto fueron exigentes, mientras que el cuarto se defendió y se rajó y el quinto fue complicado y deslucido. Pesos: 492, 470, 478, 476, 446 y 446 kg.
Ricardo Rivera (sangre de toro y oro): Ovación tras dos avisos y silencio.
Román (verde hoja y oro): Dos orejas y silencio. Salió a hombros.
Juan Sebastián Hernández (blanco y oro): Oreja y silencio tras aviso.