Justo en mitad de la década de los 90 el toreo vivía una edad dorada en cuanto a retransmisiones, presencia mediática, tema de conversación de taberna de bar e incluso competición con el fútbol en cuanto a los seguidores que se movían en los dos ámbitos. Eran los años de la guerra de las ondas, donde el deporte tenía a García y De la Morena, pero cuando terminaban, los domingos, comenzaba la otra batalla, la de Molés y Pedro Javier Cáceres, que mantenían despiertos a casi un par de millones de españoles para tener tema de conversación al día siguiente en el bar.
La SER, donde estaba Molés, tenía aquel Canal Plus en cuyas retransmisiones fue metiendo su mano Víctor Santamaría hasta ir convirtiéndolas en magia. Y en aquellas retransmisiones apareció aquella de Chinchón en la que lidiaba un becerro un chavalín de Velilla de San Antonio que tenía enamorada a la Escuela de Madrid. Su chaquetilla verde, su taleguilla de pata de gallo y esa cara de tener perfectamente claro lo que debía hacer en cada momento. El Juli, entonces, no era nada; era el hijo de un torero retirado y una costurera que tenía dos hermanos mayores, pero decidieron volcarse en la inversión por el talento del pequeño de la familia.
Debía tener como doce años cuando cruzó el charco para irse a México y precipitar allí una carrera que en España era imposible por la tierna edad del zagal. Lo acompañaban su padre y su fiel Armando, el mozo de espadas que se mantuvo con él hasta que se retiró. Los tres vivían en una habitación que tenía una sola cama y los tres dormían en ella. Vigilaban los gastos hasta el céntimo y el torero iba consiguiendo novilladas que toreaba con el mismo vestido. Pero triunfaba también, y lo iban poniendo en más plazas, hasta que todo el México taurino supo quien era aquel rubiales con cara de persona mayor que estaba inviertiendo su niñez y su adolescencia en la búsqueda de su sueño.
Un sueño que iba llegando con actuaciones en la plaza México, repeticiones y un viaje de su madre a México para verlos en el que llevaba algo muy especial: un vestido nuevo. Juli se lo reprochó, porque vigilaban hasta una coca cola que se tomasen, pero comprendió que era necesario. Porque ya había un movimiento mexicano para contratar a aquel personaje menudo que hacía el toreo como si fuera mayor. Es verdad que fueron años muy duros, separado de su familia, construyendo el sueño común, jugando la partida de ajedrez que estaba diseñada para él, para quien su familia lo había apostado todo.
Y entonces llegó aquel novillo, Feligrés, en la Plaza México. Y entonces llegó el momento perfecto de su comunión con el destino, de su cúlmen en aquel periplo vital en el que había terminado por ganar. El novillero madrileño que indultó a aquel utrero ya era una estrella en Méxco, donde cobraba más que muchos matadores y generaba más dinero a las empresas que cualquiera en el negocio. Las cosas cambiaban desde aquel indulto. Tanto que cuando decidió dar el salto a España y a afrontar una temporada triunfal apoderado por Victoriano Valencia, revolucionó aquel año 98 en el que el gobierno de Joselito, Ponce, Rincón y José Tomás era un hecho contrastado.
Tan fuerte llegó para entrar en el escalafón superior que cuando llegó aquella despedida de novillero a mediados de septiembre y puso a reventar la caldera de la reventa de la primera plaza del mundo, siendo aún un novillero. De allí salió con dos logros: el primero, su primera Puerta Grande de la plaza de Las Ventas después de cortarle las dos orejas al novillo Afanes, de Alcurrucén, cuya cabeza cuelga hoy en las instalaciones de su segundo logro. Con 15 años, poco más de tres desde que comenzó aquella aventura novelesca de final feliz, El Juli ya se había comprado su primera finca. Y el nombre elegido para ella no podía ser otro: Feligrés.