Un auténtico atraco a mano armada. En eso se ha convertido ir a los toros en la primera plaza del mundo, donde un sector -muy minoritario de la afición- oficia de sacerdote de no sé qué cofradía para defender nadie sabe muy bien qué durante lo que dura un festejo. Y no se callan ni cuando les tapa la boca el que anda por allí abajo con la muleta en la mano. «Manos arriba, esto es un atraco», gritaban hoy, no se sabe muy bien a cuento de qué. Porque una cosa es lo que quisieron ver ellos y otra muy distinta lo que ocurrió en el ruedo. Aunque a ellos les interesase poco, porque aquello no corría ni tiraba bocaos. Ni siquiera mostraba signos evidentes de mansedumbre, sino complicaciones -salvadas con más o menos acierto- por parte de los tres toreros.
Es cierto que no fue la corrida que se espera uno de El Pilar en Madrid -salvando ese primero superclase del que hablaremos ahora-, pero todos tuvieron virtudes y cualidades que son muy regulares en la casa. Sobre todo tres: la humillación, la clase y la penalización de los errores con un parón, una colada por dentro o una informalidad. Porque lo que viene del tío Raboso nunca fue nada fácil, dado su volumen y su peculiar forma de tomar las telas, pero en El Pilar esta característica se acusa más por la búsqueda del ralentí en la embestida. Y puede que eso aburra a los custodios en muchas ocasiones y comiencen a dar la brasa pidiendo lo que les gusta a ellos y sin tener en cuenta que el la plaza hay 21.000 personas más. Pero cuando Juan Ortega se abrió de capote en el quite a ese primero y lo citó despacito, tomando la tela con extrema suavidad y dibujando las verónicas más despacio que el paso del Cachorro la plaza entera berreaba como si se hubiera producido un milagro.
Y lo es. Es un milagro que un toro embista así. Que lo haga en Madrid. Y que, encima, te toque a ti cuando tienes la responsabilidad de ocupar el puesto que deja Luque -al que me estoy imaginando con ese primero mientras escribo-. Anduvo solvente Damián Castaño con el capote; anduvo con afán, con voluntad, sin volverle la cara a la tarde más que cuando le protestaron que continuase la faena al cuarto y se afligió ante el sanedrín. Porque en ese momento le convencieron de que no estaba a la altura, y se lo creyó, fuera verdad o no. Cuando se lo hicieron a Ortega en el quinto, al sevillano le tiró de un pie. Por no decir otra cosa. Pero esas son cosas que ya aprenderá con más tardes en Madrid. Como aprendió hoy que no te miran igual con una de Valdellán que con una de El Pilar. Ni parecido.
Porque no debe ser nada fácil, con su bagaje, que te salga abriendo plaza el toro con más clase de cuantos se han lidiado este año en Madrid. Altote, bastote, colorao, de la familia de los potrillos, en las hechuras perfectas de esta casa pero con cien kilos menos que de costumbre. Que le pregunten a Juan Ortega si tuvo clase ese toro mientras le acariciaba la carita a uno por hora en verónicas que parecían no acabar jamás. Y uno de los que rugía entonces, embelesado por el percal del sevillano, tuvo el cuajo de llamarle cursi después, cuando intentaba poner en ritmo a un segundo que tal vez lo hubiera tomado si no lo hubiera querido ligar. Pero eso, en Madrid… Aquí los custodios te atracan.
Son esos mismos que piden que pongan a los toros largos, que les peguen dos puyazos de verdad, que luzcan a los toros en varas y que no les hurten el tercio. Pues esos mismos se dedicaron a pitar al sexto, un colorao suelto de carnes pero con mucho empuje que se arrancó con alegría, recargó en el penco -donde lo crucificaron- las dos veces que acudió y luego quisieron que le pegasen muletazos al animalito, que bastante había hecho. Y, por cierto, salvo dejar que le diesen así, tampoco Pablo Aguado estuvo mal con el toro, pero para entonces ya no miraban. Se acordaban de que no se acordaban de nada porque estaban demasiado ocupados protestándolo todo. Hasta pidiendo la dimisión de una empresa -que está para ganar dinero, no para darles gusto a ellos- que ha logrado volver a los 17.000 abonados en Otoño.
Y yo me acuerdo de ese quite de Ortega, del saludo voluntarioso de Damián al cuarto -al que lidió magistralmente Marco Galán, por cierto-, de cuatro naturales de Aguado de cierto fuste cuando le tomó el aire al tercero, y de cinco muletazos sueltos de Ortega al segundo. Sobre todo uno. Fue un natural, ralentizado con el alma, con las yemas, con el vuelo, con la mismísima forma de imaginarlo antes para pegarlo después. Es verdad que fue uno; ¡pero qué uno…! Pues los que estaban pendientes del atraco y de echar mierda encima de los demás espectadores tuvieron el castigo de no ver todo eso.
Debió ser el karma, que es muy mamón…
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de Otoño, quinto festejo de abono. Corrida de toros. 21.436 espectadores.
Toros de El Pilar, de extraordinaria clase el primero; noble y con ritmo, muy a menos el segundo; deslucido, de muy justas fuerzas el enclasado tercero; de poca fuerza un cuarto también a menos; aplomado y sin vida el quinto; muy a menos también un sexto que empujó en varas.
Damián Castaño (Azafata y Oro) -en sustitución de Daniel Luque-, Silencio y Silencio
Juan Ortega (Rosa palo y Oro), Silencio y Silencio
Pablo Aguado (Nazareno y Oro), Silencio tras aviso y Silencio
FOTOGALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO