Torear para ser o ser para torear: a lo mejor parece sólo un juego de palabras, pero entre una cosa y la otra hay un mundo entero, carreras y carreras acabadas por no comprenderlo o por pensar que es una estupidez. Y eso es, precisamente, lo que Borja Jiménez ha ido esculpiendo en sus nueve años de alternativa, pero ha roto -e injustamente enmascarado- en los últimos nueve meses.
Porque en su interior yace un corazón de artista que, injustamente, no ha sido cantado aún. Quizá por las pocas plazas en las que ha tenido la oportunidad de hacer el paseíllo -hay que tener en cuenta su golpe definitivo, tras toques fuertes de atención en la Chenel o Pamplona, llegó a final de temporada en Madrid-. La encerrona que protagonizó la pasada temporada en Cazalla de la Sierra fue uno de los capítulos ocultos pero más bellos de su faceta artística.
También en la corrida de Écija el pasado mes de septiembre, pero sobre todo, ese don estaba oculto entre los tres cárdenos que le tocaron en suerte en Madrid. Esos fueron los tres capítulos recientes que le han hecho reivindicarse como torero de pausado trazo, de artísticas maneras, de genialidad en sus muñecas… y sus carteles esta temporada en Valencia, Sevilla y Madrid así lo atestiguan.
Y fue especialmente en Madrid cuando, oculto entre capas cárdenas, explotó esa forma de querer morirse en el muletazo. Especialmente con ese Paquecreas creyó Borja que su tarde era esa. A ese se lo trajo a los medios a base de lidia por abajo y caminar para atrás. Pareció imposible poner en ritmo al cárdeno reponedor, pero lo consiguió Borja, que se sobrepuso a las exigencias perdiendo pasos, dejando el trapo adelantado y trazándole con supremo temple el muletazo larguísimo. Pero cuando ya estaba en ritmo decidió Borja convertirse en zurdo y soplarle dos tandas de naturales con el animal arrastrando el morro hasta enroscarse tras la cadera. Soberbio. Ni siquiera hizo falta ligarlos; sólo sentirlos. Y berreó Madrid.
El Borja de Madrid, entregado y sin cuerpo, enganchó con el vuelo la clase con transmisión y chispa de sus toros, que nunca regalaron nada, pero correspondieron con entrega a la que Borja le dio. Larguísimos los muletazos, abierto el compás, toreros los remates de desdén y naturales de trazo imposible poniendo a rugir de nuevo la caldera de Madrid.
Es un torero de mente despejada, frío de ideas y caliente de ejecución. Tanto, que la media que remató en los medios en el último toro de su tarde venteña la berreó Madrid como si hiciera un siglo que no viera una. La plaza estaba con él. Había conseguido esa amalgama que se produce cuando se ve a un tío que no se está guardando nada. Fue un momento de suprema sacralidad. Fue ser para seguir toreando al natural; ser para alargar una embestida que nunca quiso ser larga; ser para sacar a pasear una zurda que cinceló lo más rotundo que ha visto Madrid en el año.
Ahí había salido a la luz el palo artístico de Borja Jiménez, un don (injustamente) aún no cantado.