A la vista de la tarde de ayer, en Valencia, hay muchas conclusiones que podemos sacar, simplemente viendo cómo transcurrió el festejo y las cosas que pasaron. Por ejemplo, que el cuarto le enseñó a Cayetano que si respondes con brusquedad, a bruto siempre gana el toro; por ejemplo, que a Borja, pese a esas chicuelinas del quite al segundo, tan entregadas y desgarradoras como limpias y bien toreadas, no se le puede quitar la vena de guerrillero, porque será, posiblemente, el más preparado que exista en la actualidad para ser el jefe de ese grupo; y, por ejemplo, que Juan Ortega ha decidido que no va a volver a pegar un toque más fuerte que otro. Así le protesten los finales como le hizo ayer el segundo, pese a que no terminase Valencia de comprarle la sutilidad.
Ortega es un artista de vocación que sale a los ruedos a ser libre con lo que hace, y eso, con lo difícil que resulta, no va a condicionarlo un tipo de embestida o una voluntad a la contra. Juan Ortega ha decidido que el toreo que quiere interpretar es el mejor de los posibles… o no es. Comenzando por esa forma de tomar el capote por los pliegues, dejando sólo las yemas de los dedos sobre el percal para sentirlo y transmitirle el trazo, que es todo lo contrario de apuñarlo para sacudir las migas. Esa forma de esperar la llegada, de no importar las señales, de volcar el pecho como si fuera el foco que iluminase las embestidas. Esa forma de jugar las manos con las palmas ofrecidas por debajo de la tela, con el medio compás preparado para que toree la cintura cuando los brazos se hacen pequeños. Esa forma de ralentizar el trazo para que no muera nunca la media que desde su inicio se anuncia grandiosa. Y hasta una revolera recoge el último viaje del Juan Pedro para servir de telón a un saludo, a un toreo de capa que, hoy por hoy, no está al alcance de casi nadie.
Porque, no. No se trata de llamarle a nadie incapaz; se trata de subrayar que este tipo que ayer vestía de palo de rosa y de oro es una rara avis de esas que salen cada ciertas décadas y que es necesario cuidar. Porque se trata de que ese Juan Ortega que ayer volvió a posar su varita sobre un ruedo ha entendido que su toreo es gobernadora delicadeza, pero delicadez al fin y al cabo. Y le importa poco que ayer -dicho está- Valencia no terminase de comprarle es asutilidad de palo recto, de paño a la rastra, de pausado trazo y de suave final a la protesta del funo. Tal vez porque era su desempeño extraordinario metido en la bamba, pero no quería la curva en los finales, cuando empezaba a doler el trazo.
A Ortega no le cambió la cara ni le mudó la color porque ya había decidido hace tiempo que el toreo no es perfección, sino todo lo contrario. Y esa carencia matemática del arte para el que ha nacido hace que nos den igual los trofeos que pasee por el anillo. Porque sabemos que Juan Ortega no mata los toros… ni maldita la falta. Y es que al decididir que su muleta no sirve para mentir, lo hace también dándole a su espada el protagonismo que merece en sus faenas, es decir: ninguno. Por eso no estaría mal -aunque eso aún no lo ha hecho- que Juan decidiera que le daba igual matar o no a los toros. Eso lo puede hacer casi cualquiera. Pero lo que él hace con los trapos en la mano… no, amigo. Eso no.
Se hablará de Valencia, de la tarde de ayer y del toreo de capa de Juan Ortega por los siglos de los siglos en este toreo que tiende a magnificar los recuerdos, pero nadie recordará que no paseó Juan trofeo alguno por la ribera de Xátiva. Igual que recordarán -los menos desmemoriados- lo rápido que se fue el perccherón para arrastrar al sexto, no fuera a ser que tuviera que volar algún pañuelo…