Román Collado es, tal vez, el torero más de su tiempo que pueda ofrecerse. Utiliza las Redes Sociales en primera persona y con asiduidad; nunca rehuye los comentarios, sean en el sentido que sean, siempre que se realicen con el respeto adecuado; es cercano con la gente; tiene buena conversación y no se ciñe al mundo del toro; y, sobre todo, jamás de los jamases borra de su cara su peremne sonrisa. Cae simpático, y eso le ha valido, en numerosas ocasiones, para conseguir premios en las plazas, lo cual es completamente legítimo, porque también ha demostrado con creces que no es precisamente el valor lo que le falta.
Sin embargo, a esa imagen profesional de cierta frivolidad que puede haber mantenido en ocasiones, se añaden hoy otras circunstancias que a otros, tal vez, los hubieran puesto en su casa. Quizá la principal es que, en una década de carrera, los toros le han pegado doce cornadas, algunas de ellas de las que ponen los pelos de punta, no sólo durante, sino también después. Ha vertido sangre y se ha partido la cara por la profesión, todo eso es cierto. Pero la verdad es que el torero que estamos viendo esta temporada es otro. Ya no es el rubito simpático que lo daba todo; el torero de Valencia y el de ayer, en Madrid, es un hombre que comprende quién es, quién quiere ser y qué ha de hacer para conseguirlo. Y luego lo hace, claro.
En esa encerrona valenciana en la que importó mucho lo que hizo, pero mucho más cómo lo hizo, Román ya era un torero nuevo que renacía de los diez años del que venía siendo hasta ahora. Y su manera de comprometerse con la transmisión del segundo Pedraza en la corrida de Resurrección de Las Ventas lo confirmó. Porque de ese compromiso nació el conocimiento, la sabiduría para comprender que el toro le pedía vuelo y no toque; que debía mantenerse en la media distancia, y no cerca; que le tenía que llegar al morro con la mano zurda, más, incluso, que con los vuelos; pero, sobre todo, que torear es verlo pasar despacio por la barriga y saber que eres tú quien decide cómo de cerca y hasta dónde de curvo.
El toro venía alegre en la distancia, con fijeza, con transmisión. Y Román supo despacharle ese ímpetu inicial recogiendo y soltando, colocando talones y sabiendo que iba a volver, porque conoce el valenciano los gustos de Madrid. Pero donde creció fue cuando redujo al imponente animal con la mano chota. Cuando lo fue a buscar para que le diese las embestidas sin inercias, que es donde comienza el toreo. Allí se movía Román como el torero que se sabe en el momento de pegar ese zarpazo que te hace pegar el salto, cualitativo y -por supuesto- cuantitativo, porque ese torero no debería quedarse parado ahora, a la espera de que llegue San Isidro. Hay ganas de verlo.
Y el detalle que explica el momento de Román me lo contaba un profesional y amigo en el tendido, admirado por la anécdota que me iba a relatar. Me contaba que coincidió con él tentando en casa de Victorino y que, tras torear una vaca, el valenciano se explicó sin excusas: «No lo he visto por ninguna parte, y la vaca ha sido excelente…». Sincero. Natural. Como es Román Collado. Pero ahora, además, es consciente. Así es el torero que se anuncia en los carteles tras diez años de alternativa.