Llegará un día en que nos acordaremos. Amanecerá la jornada en que ya no esté en activo y habrá que preguntarse si lo soportarán entonces los que recojan el testigo. Porque nos regocijábamos ayer, en nuestra distancia social del metro y medio, cuando regresaba el toro a la primera plaza del mundo y el himno de España ponía los pelos como escarpias a los que contemplaban en el ruedo a los más grandes de hoy. Era emotivo porque volvíamos, porque regresaba, porque lucía de nuevo y porque se hacía presente la esperanza a dos días de las elecciones de la Libertad. Y todo eso lo habíamos echado mucho de menos.
Echaremos a El Juli cuando ya no toree más. A pesar de sus encuentros y desencuentros con este coso, esa forma de echar el pecho sobre la suavidad de la verónica, esa forma de cambiar la mano con la sutileza de un orfebre y que el cambio fluya redondo para arrancar el olé. Sorpresivo, barriguero. Rotundo. Tanto como mostró Julián que se hace el toreo cuando lo has echado tanto de menos en la reclusión de El Freixo, donde el toreo no se hace en un ruedo con 6.000 personas. Y a Las Ventas no se viene si uno no tiene intención de apostar. Y dicen que no le hace falta…