Se santiguó varias veces y, tras hacer la señal de la cruz sobre
su pecho, marcando con compás cada tiempo, miró hacia el cielo.
Se quedó así, con los ojos clavados en el infinito, apenas un par
de segundos, pero serían suficientes para que por delante de ellos pasase toda
su vida. Sus primeros juegos, su primer capote de brega, la primera vaca que
toreó en sus brazos, las riñas por llegar tarde, los ojos orgullosos de la
primera tienta, el primer caballo, el primer brindis, el primer «tú puedes”.
A su alrededor, varios miles de personas. Y él, en cambio, con esa
sensación de soledad. Con la melancolía del tiempo que se marchó y a la vez se
ha quedado para siempre. Con el deseo de mirar al callejón y verle y el
convencimiento de que allí ya no estará él. Y al mismo tiempo, con la felicidad
de todo lo que le ha dejado. Con el orgullo de ser su hijo. Con la convicción
de que, ahora sí, ahora más que nunca, va a hacer que no quepa de gozo en el
cielo.
[Inspirado en el cuadro «La Soledad”, de Camille Corot,
perteneciente a la colección del Museo Thyssen-Bornemisza]