«En un pleno histórico, lleno hasta la
bandera y almidonado con una gran expectación, Cataluña se ha lanzado a la
historia”. Así describía la periodista Eva Belmonte, en su crónica para El
Mundo del 28 de julio de 2010, el momento justo en que el
Parlament votó a favor de prohibir los toros en esa comunidad autónoma. «Se ha
lanzado a la historia”. No se sabe de qué manera: si la historia es un muro
contra el que estrellarse o puede todo un pueblo deslizarse hacia ella como el
convicto de Cadena Perpetua, a través de un tubería llena de mierda. Desde
luego, la diferencia entre uno y otros es notable –sobre todo en la intención-
pero sirve la comparación para ilustrar el elevado grado de torpeza mostrado
por los representantes públicos catalanes. A la historia, como a casi todo, se
va duchado de casa.
Eran fechas inundadas por una sensación
de luto, un entierro a flor de piel. Viví con impotencia desde Italia el
consumado atraco popular tras la celebración de la última corrida de toros en
la Monumental. Desde la distancia se palpaba la crudeza, una vez se arrastró el
último toro que murió dignamente en Cataluña, con las imágenes que llegaban de
los aficionados reunidos en el albero, solos, huérfanos. Buscándose a sí mismos
en los ecos apagados de las localidades vacías. Palpándose las ropas mojadas
por una dignidad sangrante; sacudiéndose el tiro en la nuca recibido como
colectivo. Es curioso, en tiempos de paz el nacionalismo sigue matando en
España, coartando vidas, amputando libertades: es el único rincón del mundo,
este, donde se busca libertad asesinándola primero.
Me acuerdo ahora de todo aquello tras
ver las imágenes de la resistencia, del III Congreso Taurino de Cataluña
celebrado en L’Hospitalet del Llobregat. Incluso en las trincheras de su
afición, todas esas personas han tenido que soportar la intolerancia, el desprecio
y odio de unos cuantos obcecados en imponer sus ideas. Nunca es suficiente para
el fascista. Una lucha en la que sostener una muleta o un capote se ha
convertido en un acto mayor de libertad que ondear una estelada. Prohibir es dar valor a algo, temer hasta tal punto su
fuerza que sea necesario apartarlo. Por eso vencimos aquellos días.