DIARIO DE UN ESPAÑOL EN MANIZALES

La fábrica de atardeceres


miércoles 9 enero, 2013

Es fácil encontrarse con los taurinos españoles en las calles de Manizales. En cualquier esquina te cruzas con un apoderado, un picador, un banderillero o incluso con un torero.

Es fácil encontrarse con los taurinos españoles en las calles de Manizales. En cualquier esquina te cruzas con un apoderado, un picador, un banderillero o incluso con un torero.

Aquello lo dijo el genial poeta al contemplar el infinito platanero de las faldas que se ven desde Chipre -barrio manizaleño, no confundir con isla europea-, donde verdea la montaña hasta que se convierte en nube. No ha sido el de hoy un atardecer de ensueño. Entre otras cosas, porque no ha llegado la novillada a la hora del ocaso, y es curioso que los españoles del toro no saben si irse a cenar a las seis de la tarde o quedar para luego sin saber muy bien cómo matar el tiempo.

Nosotros sí sabemos. Desde las cinco de la madrugada llevamos en pie. A esa hora nos recogió el coche para viajar hasta los nevados, los tres volcanes glaciares que el departamento de Caldas, donde se encuentra Manizales, comparte con sus vecinos. Porque Colombia es un país de países donde la diversidad separa al manizaleño del bogotano. «Nosotros basamos el orgullo en pruebas», decía Milton mientras viajábamos. En ese «nosotros» no suele contarse al Rolo. El oriundo de la capital -como en casi todos los países del mundo- no tiene predicamento en las provincias.

Mucho menos cuando la prohibición del amigo alcalde ha dejado al triángulo del café como representantes nacionales de la tauromaquia. No ha sido hoy la mejor expresión de ello, pero también mañana el cartel es nacional. Al menos, la mañana nos permitió conocer, a 4.500 metros de altitud, a Kumanday, el león dormido que pasa calor en estos días y el común de los mortales conoce por Nevado del Ruiz.

La salvaje y extraña belleza natural del paraje lunar que lleva a su cumbre hace olvidar que su furia se llevó por delante pueblos enteros cuando la dejó caer sobre los colombianos el 23 de noviembre de 1985. Imborrable en la memoria de los que éramos niños las palabras de Omayra, la niña atrapada por el río de lodo que anegó Armero, su pueblo, y fallecida después de tres días de agonía en prime time. También el mundo del toreo puso su granito de arena con un festival para favorecer a las familias de los 28.000 fallecidos y los innumerables cuerpos sin techo ni sustento tras la estampida de la montaña.

Uno olvida todo eso cuando pasea entre sus bosques de frailejones, abriéndose paso entre la niebla y conociendo el paisaje de páramo que sólo cinco países en el mundo pueden mostrar al visitante. Todo ello por encima de las nubes que cobijan al que pisa el suelo y elevan al que quiere soñar mecido sobre ellas.

Fue Charo -de nuevo Charo– quien disfrutó como los niños pequeños de un paseo entre vacas normandas. Y hasta le perdió la cara a una madre cuando, por instinto, se acercó a su ternero al acariciarlo Charo. Así es ella…. Nosotros, mientras, disfrutábamos del desayuno en la montaña, lejos aún de la fumarola y tomando te de coca para favorecer la oxigenación de la sangre.

«Un día, Kumanday buscó al médico de su tribu para que curase a su esposa, gravemente enferma. Éste le dijo que debía buscar una planta morada que sólo crecía junto a las nieves del volcán. Allí se fue, decidido, Kumanday, a buscar el elixir. Pero la montaña siempre se queda con algo, y el alma y el nombre de Kumanday se quedaron en la cima, sobre la olleta, para vivir por siempre dando su calor a Manizales».

No alcanzó Kumanday a ver la novillada. Ni el programa de Telecafé al que nos invitaron después. Ni al taxista que nos llevó con el reguetón clavado en los tímpanos y las obscenidades que se escuchaban en el equipo de música contrastando con su compulsiva forma de presignarse.

Creo que ya empezamos a estar todos un poco locos, pero ¿quién no lo estaría con todo esto alrededor…?

Mañana más.