En la tierra tropical no es tan férreo el abrazo de las sábanas. El abrazo del sol en la ventana madruga más que el despertador, pero más ha madrugado Juli, que ya ha sudado un par de horas cuando bajas a desayunar. No toca hoy vivir el toro, sino la fuerza motriz de una región y un país que ha exportado en su imagen el aroma del café. Hasta le presta su nombre a una autopista en la que existen puntos de descanso en los que el tintico se ofrece gratis, además de un techo y un sillón. Es la vía sinuosa que enreda el triángulo cafetero que sirve de corazón a la tela tricolor.
En la inmensa quietud del corazón de la selva, entre los guaduos que soportan paredes y techos, aparece en la memoria la imagen de Juan Valdez. Seguramente, el reclamo publicitario más importante del último medio siglo en la Colombia cafetera y camelladora, que quiere mirar al futuro y obligar al futuro a que mire a Manizales. Es justo el trabajo que se refleja en la labor de una empresa, Cormanizales, que se imaginó su feria como el corazón y el alma de la Colombia taurina y los olés que rompieron el silencio de la tarde caldense vinieron para darle la razón.
Contrasta el alquitrán con el polvo del camino que va engullendo la selva mientras se alcanza el valle, tan verde y tupido que uno espera ver Macondo detrás de la próxima loma. Se asoman al camino los guaduales que lloran, las plantas de bambú que ofrecen sombra y sólidos pilares para levantar las casas como siempre se hizo en la madre Antioquia. Pero no salen los Buendía a recibirte. José Arcadio y Aureliano ya no tienen quién les escriba. En su lugar te tiende la mano Jorge, que vive la Hacienda Venecia desde hace seis años y trata los granos de café que le roba a la planta con la misma firme delicadeza con que un torero palpa los trastos. Y descubre los misterios de la planta al visitante como El Cid descubrió por la tarde los arcanos de la embestida casi perfecta.
Porque no es Manizales plaza que reste mérito al que se pone delante. Por eso corea los olés de los matadores, de los novilleros, de las figuras que llevan viniendo a esta feria desde que al doctor Pineda se le ocurrió viajar a España con un maletín bajo el brazo y la ilusión de la ignorancia para contratar a las figuras del momento. «Aún conservo con cariño aquel maletín», cuenta su hijo Eduardo, que regala una sonrisa cada vez que te cruzas con él. «En él se trajo los contratos de Manolo González, El Cordobés, Paco Camino, El Viti…».
Ya no está el doctor Pineda. En su lugar va creciendo, como la palma de cera que jalona estas laderas, una junta directiva de Cormanizales que consensúa el trabajo y distribuye las labores, mira dentro de la plaza y apoya con gran esfuerzo fuera. Y, sobre todo, mira al futuro para obligarlo a que llegue pronto a una feria en proceso de expansión. Como la palma de cera, que crece un metro por año y exibe su esbelta frondosidad cada vez más cerca del cielo. «Con ir paso a paso nos conformamos», dice Juan David Marín, «siempre que no dejemos de darlos».
Siempre, además, que la inmensa afición colombiana siga acudiendo en buena medida a la plaza. Y siempre que busque lo bueno de cada tarde aunque el destino la vuelva del revés. Que sepa corear los triunfos y tener paciencia con los fracasos sabiendo que en el toro no hay nada preescrito. Y aguantar a pie firme los ataques espúreos de los no dialogantes, y enseñar una pancarta en el ruedo que asegure que acuden a Manizales exiliados por Petro de Bogotá.
Porque lloran los guadiales si se les acaba la feria. Porque laten sus hojas soportando el cimbreo sabiendo que la sólida base se inventó para los terremotos y erupciones volcánicas que abundan en estas tierras. Cuando lloran los guadiales hay gente, Cormanizales, dispuesta a dejar el corazón en perseguir un sueño.
Para que luego digan que me enamoro de Colombia…