Vamos a iniciar esta crónica con una declaración de convicciones: Daniel Luque es, hoy por hoy, el torero más completo de todos cuantos pueblan el escalafón. El que más registros tiene. El que más toros ‘apaña’. El que pone a embestir al sillón de la Presidencia, si se lo echan por chiqueros. Por eso debe ser el sueño de cualquier ganadero, que ve cómo los toros parecen mejores en sus manos, cómo sacan la virtud que guardan en el fondo, por escasa que ésta sea. Y eso le pudo poner esta tarde hasta tres orejas en la mano -de haberlos tirado patas arriba- con un lote bastante peor que malo. Porque uno quería tanto que protestaba porque no podía y el otro usaba sus dos enormes petacos para radiografiar el terno celeste y oro antes de iniciar la arrancada. A veces, incluso durante la arrancada misma.
Pues, incluso así, el debut de Domingo Hernández en Pamplona, tras la escisión de Garcigrande, dejó mucho que desear en un ruedo en el que se venía de dos tardes de toros de mucho contenido artístico. Era un encierro desigual. Pero no desigual entre los seis ejemplares, desigual cada toro de sí mismo, porque no sabías si el trapío de Pamplona tenían que sacarlo por partes: pitones por un lado, trana por el otro, pecho en otro lugar… Toros con verdadero cuajo para estar en esta plaza puede que fueran sólo cuarto y quinto, y ni siquiera fueron el toro más basto que Garcigrande, pesador y rematado que salía antes, porque hubo alguno tan lavado de todo que sólo tenía cara. Luego casi todos tuvieron la voluntad de embestir y de hacerlo bien, pero la muleta se echa al suelo para que el toro arrastre el morro, no para que se arrastre entero.
Uno de los que sí asustaban le salió a Daniel Luque en quinto lugar. Lo había echado por detrás porque era el feo del lote, el más desagradable para estar delante. Lo que no imaginaba es que lo iba a hacer sudar tanto en tan poco rato. Pero sudó porque quiso; podía haberse metido con él y matarlo con decoro y nadie hubiese dicho ni mu. Sin embargo, la raza de torero capaz que lleva dentro le planteaba el reto de meterle mano. Y a Daniel le encantan los retos. Así que apostó por la faena, que no por el toro. El animal no era de apuesta, sino de hule, porque parecía tener entre los generosos pitones una máquina de rayos X que ponía a funcionar como condición inexcusable de su arrancada. Pues hasta lo brindó el de Gerena: para chulo, él.
Lo cierto es que no era mala la condición que se le atisbó en ese inicio de suavidad y largura a la llegada de escasa boyantía pero de cara colocada del animal mentiroso, mas la raza que debía tener parecía más que fuera genio, y eso le fue alargando la correa y agriando el ademán a un animal que fue otro de principio a fin. Algo tuvo que ver que Luque le manejó la muleta en el hocico con perfección: perdió pasos pero gobernó el espacio, ofreció pausa, pero impuso el ritmo y, sobre todo, se jugó la vida en cada vuelta de la tuerca de la ambición. Con ese sí daba miedo el parón, mientras le pasaban las dos guadañas por la barriga. Ese estaba vivo hasta cuando se perfiló para matar. Y hubiera paseado pelo con seguridad, pero el acero no quiso acertar. Igual que en el primer acto, aunque la lección de capacidad con ese fue de medir las alturas y el temple. Porque tiene Daniel los dos registros. Y alguno más que aún no sabe que tiene.
El que está perfectamente seguro de lo que quiere delante de la cara es Juan Ortega, aunque sus registros sean más limitados, porque todo lo que hace lleva el sello de su personalidad. Para bien y para mal, porque Juan Ortega no sabe ser otro torero, y eso es tan bueno cuando embisten como inconveniente cuando no lo hacen. Cuando se quedan a medias, como hoy, cuando quieren y no pueden, siempre es mejor ver esa forma de citar con el pecho encima, los pies hacia adelante, el palo recto y, detrás, el codo presto a ofrecer el vuelo, que a un hombre pasando fatigas. Él no las pasa porque su discurso siempre es el mismo, y no tiene por qué cambiarlo. Ese inicio al tercero, de trincherazos despaciosos y derechazos apretados hasta llegar a los medios ya es mucho más de lo que puedes verle a otros toreros en una temporada. Hoy lo vio Pamplona en su debut, aunque los de Domingo Hernández no le permitiesen ni torear con el capote, y mira que lo ve claro el sevillano. Tanto como para matar; dos espadazos como dos soles los que dejó hoy, aunque fuesen los dos con pinchazo previo.
Y, después, Talavante. El extremeño, listo él, buscó la conexión con el tendido cuando antes, bien fuera con un farol de salida o con un inicio de rodillas en los medios, con cambiados y derechazos de nivel, pero todo lo que consiguió con ellos se perdió momentos después, cuando la intención de sus dos toros se le escurrió entre los dedos hasta desaparecer. Casi a la vez que se quedaron sin resuello y decidieron ensuciar la embestida cuando ya la conducía Alejandro. Por eso se quedó a medias, y eso no es estar ni bien ni mal ni todo lo contrario; eso es no haber existido en el recuerdo de la tarde, porque los naturales que dejó con el bondadoso primero ya sonaban muy lejanos cuando la corrida se acabó.
Para entonces ya pensaba Pamplona en la tarde de mañana, o en la noche de hoy, pero por la arena en la que habían debutado los toros de Domingo y la torería de Juan, era Daniel el que se iba sabiendo que no se había dejado nada por decir. Al menos hoy.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros Monumental de Pamplona. Séptima de la Feria del Toro. Corrida de toros. Lleno.
Toros de Domingo Hernández, muy desiguales, pero bien armados. Muy deslucido y sin espíritu el primero; de buenas virtudes sin fuerza el colorao segundo; sin raza ni fijeza el aquerenciado tercero; enclasado pero sin fuelle el cuarto; mirón, medidor y costoso el quinto; noble muy a menos el sexto, sin fuerza.
Alejandro Talavante (blanco y oro): ovación y silencio.
Daniel Luque (celeste y oro): ovación tras aviso y ovación.
Juan Ortega (café y azabache): silencio y silencio.
FOTOGALERÍA: EMILIO MÉNDEZ