Hay gestos que se hacen por respeto, y otros que se hacen por puro cálculo. El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, publicó un mensaje tras la muerte de Mario Vargas Llosa elogiando su legado literario, reconociéndolo como “uno de los más destacados escritores del siglo XX”. No seré yo quien discuta ese reconocimiento. Vargas Llosa lo merece todo.
Pero cuesta no detectar una grieta en ese homenaje institucional. Porque si algo defendió Vargas Llosa con convicción (además de la literatura y la libertad individual) fue la tauromaquia. La entendía como arte, como cultura viva, como un rito que atraviesa la historia, el lenguaje, la estética. Y esa parte de su pensamiento, el ministro Urtasun no solo la ignora: la combate.
El mismo ministro que firma condolencias elogiosas es el que ha suprimido el Premio Nacional de Tauromaquia, el que apoya iniciativas para retirarle su estatus como patrimonio cultural, y el que (años antes de ocupar su cargo) calificó las corridas como una actividad “injusta, sádica y despreciable”. En ese relato no caben ni los toros ni quienes los defienden. Tampoco cabría, por tanto, Vargas Llosa, que escribió con pasión y belleza sobre la fiesta, que la defendió desde el conocimiento profundo y desde la libertad de pensamiento.
¿A qué Vargas Llosa se está despidiendo entonces? ¿Al autor de ‘La ciudad y los perros’, pero no al cronista que escribió ‘Días de toros’ o que admiró el temple de los toreros como si fueran héroes trágicos? ¿Se puede alabar a un escritor amputando las ideas que no encajan con la ideología oficial?
La cultura no es un escaparate al que se le quitan piezas según convenga. Es un ecosistema diverso, complejo, contradictorio. Vargas Llosa lo sabía. Por eso escribía con libertad. Por eso incomodaba. Por eso le dolía que se atacara a la tauromaquia desde la superioridad moral de quienes creen tener la verdad de su parte.
Que un ministro de Cultura haya intentado borrar una manifestación cultural con siglos de historia no es solo un error político; es una señal preocupante. Aunque ese intento se haya enfriado con el paso de los meses, la intención quedó clara: restringir lo que no se comparte, moldear la cultura según una sensibilidad única.
Por eso suena hipócrita el adiós de Urtasun, porque el escritor no fue solo un novelista brillante: fue también un defensor libre de las tradiciones, del arte incómodo, de la cultura en mayúsculas, con toda su inclusión (palabra con la que se llena la boca) y sin etiquetas. Rendirle homenaje ignorando su compromiso con la tauromaquia es recortar su legado, escoger solo lo que resulta cómodo.
Hoy, más que nunca, defender los toros no es solo una cuestión de gustos. Es también defender la pluralidad cultural, el derecho a elegir, a disentir. Es recordar que figuras como Vargas Llosa hicieron de esa libertad su bandera. Y que esa bandera, como su obra, no se puede reducir a lo políticamente aceptable.
“La fiesta de los toros no es solo un espectáculo: es una forma de arte, la más española de todas, y una de las más antiguas, profundas y hermosas que ha creado la civilización”, escribió Vargas Llosa.
Y eso, como su literatura, también merece ser recordado.