Hay algo peor que un toro imposible. Que el público, acomodado en su escaño de granito, le vea posibilidades. Que tome partido por el astado y, en consecuencia, cargue las tintas contra el torero. Y que demuestre de modo airado y ostentoso su preferencia por el cornúpeta mandando a esparragar al que se viste de luces.
Es muy respetable, y hasta compartible en algunos casos, la predilección de un sector de aficionados por cierto tipo de ganado, fundamentalmente de encastes de los denominados minoritarios. O su insistencia por ver al toro en el caballo, independientemente de su condición, aunque en la mayoría de las ocasiones esa laboriosa puesta en escena vaya luego en detrimento del juego del animal en el último tercio.
Esos gustos sin embargo nunca pueden hacernos perder el prisma de la realidad. Porque entonces cualquier argumento o juicio de valor carece de sentido. Y más, si esto lleva consigo un linchamiento hacia los que se ponen delante. Por eso resulta difícil de justificar lo sucedido con la corrida de Saltillo lidiada el pasado domingo en la Plaza de Las Ventas.
Porque, independientemente de gustos o preferencias, hay un dato impepinable, un matiz que no admite controversia, disputa o discusión: a la corrida no se la pudo torear conforme entendemos el toreo en el siglo XXI. Y no se la pudo torear, porque no humilló. Nunca. En ningún tercio. Ni de salida, ni en el peto ni en la muleta. Independientemente de su condición. Y esto no es una opinión. Es un hecho.
Porque ni los ejemplares más aviesos (que salieron en cuarto y quinto lugar), ni los descastados segundo y tercero, ni siquiera los que presentaron menos problemas (que conformaron el lote del confirmante Cristóbal Reyes, sobre todo el sexto, que magistralmente lidiado por Iván García embistió con cierto temple por el lado zurdo) contaron con esa cualidad.
Tampoco cumplieron en el caballo. Independientemente de si se arrancaron en la corta, en la media o en la larga distancia. Aunque lo hubieran hecho desde Manuel Becerra. La bravura no se mide en kilómetros, sino en la entrega del astado una vez llega al peto. Y salvo el peligroso quinto, que recargó más, el resto se defendió con el testuz cerca del estribo, queriéndose quitar pronto el palo para, en los puyazos siguientes, tratar de buscar la salida por el pecho de la cabalgadura.
Y no. Cuando un toro mira por encima del palillo, marca y mide engallado antes del cite y, al llegar al cuerpo del torero repone y le busca a la altura del fajín, la consigna no es bajarle la mano, como recomendó a voces algún indocumentado, cómodamente sentado en el tendido. A un toro así de avisado, lo coherente es llevarle lo más tapado posible y sobre todo, presentarle el engaño a la altura a la que acomete, tal y como hizo Castaño con su primero, por ejemplo, o Reyes cuando se confió con el sexto, al final de la faena.
Pero, si hay algo que no debería admitir debate es la lidia del quinto. Porque ya pudo abrir en canal al banderillero João Pedro Silva a la salida de un expuesto par de banderillas, por dónde le puso los pitones y cómo le marcó la cornada al salir de la suerte. Se libró de milagro el torero de Las Azores como luego haría su jefe de filas en una faena de muleta infravalorada por quienes ya entonces se habían decantado por el cárdeno de Moreno Silva.
Resultó obsceno que no tuvieran en cuenta que el toro lo derribó de un derrote en la axila -así “embestía”- como tampoco que el toledano se fajó con él en una pelea emocionante y auténtica, antes y después del trance mencionado, ni que lo mató con la misma honestidad con la que le hizo frente. Dicho de otro modo: era imposible estar mejor de como estuvo Luis Gerpe con este astado. Im-po-si-ble.
Pues aún los hubo que demandaron premio para el animal y protestaron de modo airado la vuelta al ruedo que el torero se había ganado. Cuando se pierde la perspectiva de las cosas y por consiguiente el respeto al que, serena y conscientemente, se está jugado la vida, aún a sabiendas que allí nunca va a haber gloria y en cambio, muy probablemente, sí haya tragedia, este espectáculo carece de sentido. El “torismo” es otra cosa. Y el toreo, también.