Son toreros para esperar. No por capricho. Sino por argumentos. Porque cuando pueden (y quieren, añadirán algunos) torean, con perdón, como Dios. Hubo que esperar al sexto, un parche de Torrealta que remendó y rescató un encierro de Juan Pedro demasiado políticamente correcto. Y en tarde impía, Aguado, in extremis, les devolvió la fe.
Toro grande y con cuerpo que humilló de salida y tuvo más motor y más empuje que los cinco de Juan Pedro. Por ese resquicio entró de nuevo el público en un espectáculo del que se había desconectado. Precioso inicio de faena con cambios de mano por delante, pero después de dos enfibradas series con la derecha, fue con la mano zurda por donde la faena explotó de verdad.
Preciosa la primera serie, de figura erguida pero relajada a un tiempo. De asentado acompañamiento, con un ritmo y cadencia superior. Otra igual, en ese son, incluso una última, ya con el toro a menos tuvo su cosa. Cuidando los primeros pases de las series el torero, y las salidas de la cara del toro. El cierre a dos manos no desmereció del conjunto. Al contrario. Brilló por su languidez. Pero, con todo, lo más emocionante de la obra fue su rúbrica. Un volapié de libro. Ejecutado tan despacio como lo había toreado. La muerte del toro fue bellísima, y como diría Búfalo, fue solemne. Y la oreja fue mucho más que un gol en el último minuto. Es un argumento sobrado para seguir creyendo en este torero. Y esperándolo. Porque él, visto está, no pierde la fe. No la pierdan ustedes.
Ya había hecho méritos Aguado en el cuarto, muy armado, fino de cabos, con cuello. Lo lanceó con buen aire el torero, que ya entonces puso fibra, le buscó el pitón contrario, en obra de buena actitud ante un toro al que faltó rebosarse. La valoró el público. El castaño segundo, bajo, con la cara para delante tuvo menos remate. Y menos miga. Le costó ya desplazarse de salida y más después de su paso por el caballo. Aguado se puso delante ya en el último tercio con el convencimiento que allí no había mucho que hacer.
A Ortega tampoco le benefició una corrida que se quedó a mitad de camino de todo. De presencia sobrada por delante, hubo animales a los que faltó músculo y remate atrás. No fue mala, ni mucho menos, pero careció de vida y motor. Sobre todo para rendir en un ruedo como el de Las Ventas. El primero, un colorado bajo, acapachado, con desarrollo de pitón, tuvo intención. Pero todo quedó en eso. Porque a pesar de la buena condición de se le intuyó no tuvo raza para tirar del cuerpo.
Ortega brilló a la verónica, en un ramillete de lances de excelente dibujo, descritos con suavidad, ganando terreno, con el toro colocando la cara, antes de que el de Juan Pedro enseñara sus limitaciones y su faena se limitara a un par de cambios de mano de despaciosa manufactura. Largo de viga también el tercero, toro con romana, que manseó en los primeros tercios, muy suelto, marcando querencia y sin fijar. Se dobló por bajo con torería Ortega en un inicio de faena excelente, que no tuvo continuidad después, porque el toro repuso primero para aburrirse y desentenderse después. No hubo coles.
Hondo y fuerte, el cuajado quinto fue el más serio, por plaza y presencia. El que más de la corrida. Apuntó nobleza pero la raza al límite. Se gustó por cordobinas Ortega en el quite, lo más lucido de una lidia cuya faena brindó a Roberto Domínguez. No pudo hacer honor al mismo el torero de Triana porque faltó fibra al conjunto y transmisión al animal.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas. Decimocuarta de la Feria de San
Isidro. Corrida de toros. Lleno
Toros de Juan Pedro Domecq y Torrealta (6°), Muy Flojo el primero, De muy floja y desclasada condición también el segundo;También sin clase ni poder el tercero;De clase sin poder el cuarto;Sin raza ni celo el quinto;De alegre y entregad tranco, humillador especialmente por el izquierdo, el buen sexto de Torrealta
Juan Ortega, hueso y oro, silencio, silencio y silencio
Pablo Aguado, rioja y azabache, silencio, ovación y oreja
