Hace ahora ocho años, un 12 de febrero de 2013, el Congreso de los Diputados debatió y aprobó (con los votos, entonces mayoritarios, de la derecha) la ILP redactada y auspiciada por la Federación de Entidades Taurinas de Catalunya (con Luis Mª Gibert al frente ), trabajada y luchada firma a firma por toda la geografía taurina española con un voluntarismo que chocó (una vez más) con la indiferencia cuando no trabas del propio sector y el desprecio y/o silencio de los de siempre. Convertida la ILP en BIC y ya con la prohibición taurina catalana vigente, en 2016 el Tribunal Constitucional derogó tal prohibición, amparándose tanto en la falta de competencias del gobierno autonómico como en la citada declaración de la Fiesta como Bien de Interés Cultural. Pero La Monumental sigue cerrada al toreo.
Ocurre que ahora, con el azote inmisericorde la pandemia, son todas las plazas del planeta de los toros las que están cerradas, apenas entreabiertas algunas entre agosto y octubre de 2020. Un año (casi) perdido y el recién estrenado con visos de seguir pautas similares si, vacuna mediante, no se remedia. Entre tanta incertidumbre las únicas certezas son que las primeras ferias, de Valdemorillo u Olivenza a La Magdalena, Fallas, Abril, Pascua de Arles (que pasaría a junio)… se quedan en el limbo. Panorama desolador, suma y sigue de tragedia en el campo bravo y en los profesionales, muchos de ellos en situación desesperada. El toreo, como nunca antes, en una encrucijada. Los toros en su laberinto de grandezas, miserias y retos.
La Historia nos habla de la primitiva Iberia en la que campaba por sus frondas el Bous Taurus hasta que el hombre quiso acercarse, entrar en él, en lo que fue el origen de un combate a lo que llamamos lidia, evolucionada hasta el concepto actual, en el que la palabra Fiesta adquiera una dimensión poliédrica.
De aquellos juegos se pasó a las justas en que la nobleza a caballo hacía alarde de valor frente al toro, auxiliada por la plebe, que intervenía en quites, hasta que se subvirtieron los términos y fue el pueblo el que tomo el ruedo. El hombre frente al toro sin más defensa que un trapo rojo, génesis de la tauromaquia normatizada por Cúchares, Pepe-Hillo y Pedro Romero. Es lo que llamamos TOREO, sustentado sobre un conjunto de reglas que dan sentido, a partir de lo que el animal propone, a una liturgia sacrificial en la que las diferentes suertes se van sucediendo a la par que el animal manifiesta su poder y bravura, que el ganadero deberá calibrar y los públicos ponderar. La lidia, los diferentes tercios de que se compone, el de varas, el de banderillas y el final de muerte, no es más que la plasmación del rito.
Nada en una corrida de toros es porque sí o no debería serlo. Desde los lances de capote en el recibo; la suerte de varas, concebida para que el picador ahorme la fiereza del toro y enseñe su bravura; las banderillas en que el animal vuelve sentirse dueño de la situación, viniéndose de lejos hacia el hombre al descubierto armado de arpones de vivos colores, hasta el tercio final, la faena de muleta, que acabará con su muerte (salvo indulto). Secuencias armoniosas, bellas o trágicas, siempre efímeras.
Historia y teoría. Y una pregunta ¿tiene cabida todo ello en la sociedad actual?. Y, si es así, ¿desde que parámetros encarar el futuro, tan en jaque?.
Los estamentos taurinos vivían, hasta que el virus marrajo paró la vida, una realidad virtual, una peligrosa inopia. Desde la organización del espectáculo y su adocenado desarrollo, sometido a un reglamentarismo paralizante, nada ayuda a soslayar la pátina de arcaísmo que lo envuelve. Los nuevos tiempos exigen de la tauromaquia una adecuación, cuidadosa, estudiada y paulatina, desde la imaginación y sin perder un ápice de la esencia que la da sentido.
Cierto, la pandemia ha abierto un trágico paréntesis y, en él, el toreo apenas sobrevive al presente mientras atisba un horizonte azuloscurocasinegro. Pero los pecados están ahí: se cría un toro (salvo excepciones que son ejemplo de casta, nobleza y bravura) casi uniforme y apto para faenas largas y monocordes y empresas (con honrosas excepciones) montan carteles y organizan ferias como quien cambia cromos.
Al respecto y desde una posición maximalista y una visión radicalmente distinta, otras voces (recientemente el cineasta Albert Serra) abogan por enfatizar el inequívoco componente cruento de la corrida, en una vuelta a los orígenes que ponga frente al espejo a una sociedad instalada en el buenismo supuestamente animalista. Sea cual sea el camino a seguir, desde el bien entendido que la liturgia taurómaca es sagrada mas no debería ser paralizante.
El reto (los retos) merece la pena afrontarlo con grandeza de miras e imaginación. El tiempo apremia y- parece- todo sigue mezquina y torpemente anquilosado, sin coger al toro por los cuernos. Les falta valor.