Se va. Se pone en manos de la justicia, lo que no muchas cloacas que hoy ladran contra la monarquía mientras, por lo bajini, se lo han llevado fresco. Recuerdo que la ovación más cerrada de las que ha tributado Madrid en los últimos sanisidros se la llevó el Rey aquel 4 de junio de 2014 en el que, honrando la historia a través de su orgullo de madre, llevó hasta lo más profundo de su condición pública la tauromaquia.
No debió entonces ser fácil pechar y templar las embestidas sociales y el amor a los toros, como tampoco sobrellevar la bravura iracunda de la que muchos nuevos justos salvadores vienen por traer al ya de por sí injusto sistema político. Nada fácil. Y Don Juan Carlos, el aficionado, lo ha sabido lidiar precisamente con esas virtudes a lo largo de sus días, sobre todo con casta y bravura. Haciendo de la Fiesta de la democracia su propio baluarte sobre el que no verter complejos.
Porque todo lo ha hecho con el respeto que merece el trato a la tauromaquia, sobrellevando los golpes hacia ésta tan sólo y exclusivamente con su presencia, que es el mayor de los aprecios al espectáculo. Respetando, por otro lado, el pensamiento de todos aquellos españoles no afines a este rito.
Heredó don Juan Carlos de María de las Mercedes el baluarte cultural más valioso del que ha sabido hacer gala y que ha cumplido como se cumplen las cosas: haciéndolas. En silencio, sin rimbombancias y, sobretodo, sin obligar la embestida de su pasión al sucesor real. También de sabios.
Y aquel junio del 2014 fue importante porque se encontraba pechando con entrega los últimos vaivenes sociales para volver, dos días después, a su palco tras la profética voz salvadora que anunció, en un 6.7 de la Constitución que embestía con las manos por delante, la Buena Nueva de la incongruencia constitucional. Sólo cuarenta y ocho horas hicieron entonces falta para que el rey volviese a los toros. Es de sabios rectificar y, también de sabios, ponerse en manos de la justicia.
Una transición la que protagonizó el Rey a su hijo que aquel 3 de junio hizo el último de los actos públicos precisamente con el pueblo. Ni para él, ni contra él, sino con él. Con lo que quiere, con lo que admira, con lo que siente, con lo que ama. Con el toreo. Ese es y ha sido Juan Carlos, el rey aficionado.
PD: Hace 28 años el genio Rafael de Paula rubricó para la historia con su más puro instinto jerezano la significancia a lo largo de ésta del brindis al monarca: «Es un honor para mí brindarle la muerte de este toro. Le deseo toda la suerte del mundo para usté y para España, y ahora deséemela usté a mí, a ver cómo escapo yo con éste…»
FOTO: EFE