TEXTO: MARCO A. HIERRO / FOTOGALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO
Rondaba el reloj las ocho y media de la tarde, ya noche cerrada sobre Madrid, pero aún quedaba en vilo el rayo de luz que le abría a El Cid la puerta del cielo. La mano en alto que saludaba a quienes tanto respeto y tanta admiración le querían transmitir se llevaba también ese cielo que hoy se veía más negro que cuando lo reventaba en San Isidro, pero era el mismo. E igual de caro, porque saldaba Manuel su última tarde en Las Ventas con una vuelta al ruedo que despedía una carrera, pero lloraba y saboreaba su postrera salida en hombros por una puerta de cuadrillas que hoy daba directamente al cielo.
Hoy no quedaban tan lejos las tardes de mano izquierda, de corazón a mil, de valor sereno y natural para echar la pata adelante demostrar con el vuelo cómo ruge Madrid. Hoy recordaba esta plaza la ralentizada parsimonia para reventar a zurdas a aquel Guitarrero de Hernández Pla. Y se acordaba del acople perfecto con la humillación brava y enclasada de aquel Portilloso de El Pilar, tal vez su mejor obra en este escenario de hoy, sin la espada con la que hoy fulminó –paradójicamente- a su último toro en esta plaza. Aquella tarde de Alcurrucén en 2005 en la que abrió por fin esta Puerta Grande; aquella otra de 2006, también con un encierro de Alcurrucén, en que se consagró como figura del toreo. Y tantas otras obras sin resolver porque nunca funcionó la Tizona como hubiese necesitado.
Todo eso lo ganó hoy, cuando un impulso popular decidía convertirlo en leyenda.
Ya había comenzado a serlo cuando tomó la alternativa un incipiente Emilio de Justo que hoy saludaba una ovación por firmar lo más torero de la tarde de la despedida de Manuel. También Emilio ha tocado este cielo, aunque a él todavía le queda tiempo y sobre todo toreo para reventar esta plaza, Aunque muchas veces sea tan cicatera y desentendida con él cuando cruje a un toro por abajo, en naturales a pies juntos de varios quilates más de lo normal, y le cante como grande el remate de turno, por muy bello que sea su trazo. Está llamado Emilio a entrar en el Olimpo de este ruedo como el torero que hoy decía adiós, pero le quedan aún muchas cosas que decir. Si se las terminan de entender tan sinceras, entregadas y honestas como las dice…
Así también las decía El Cid de las cuatro puertas del Príncipe que un niño llamado Ginés Marín veía por la tele mientras soñaba imitarlo. Porque ya había hecho crujir Madrid unas pocas de veces Manuel cuando Ginés tomó la decisión de ser torero. Y pudo hacerlo por toreros como él. Por eso le brindó el sexto toro, cuya clase atolondrada no pudo reconducir. Esa foto, la del brindis, daba el relevo generacional al escalafón mayor, pero dejaba en silencio el esportón de Ginés.
Hoy la tarde era de Manuel y de su mano en el cielo. Porque le volvieron a tocar los dos de mejor condición de un encierro simplón de Fuente Ymbro y fue, en lo fundamental, El Cid que todos confiaban en ver. Por eso la foto mejor se sacó hora y media después, cuando la carrera de Manuel se iba camino del hotel y su nombre ya era mito.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Cuarta de la Feria de Otoño. Corrida de toros. 19.535 espectadores.
Seis toros de Fuente Ymbro, grandones pero desiguales de presencia y tipo y un sobrero (segundo) de Manuel Blázquez. Noblón y obediente el insulso primero; devuelto por descordarse el segundo; humillador sin gran clase el segundo bis; carente de chispa el altiricón tercero; noble y obediente el cuarto, de media humillación; reservón y sin entrega el geniudo quinto; de gran clase sin empuje ni orden el sexto.
Manuel Jesús «El Cid»(lila y oro): silencio y vuelta al ruedo.
Emilio de Justo (tabaco y oro): palmas tras aviso y ovación.
Ginés Marín (fucsia y oro): silencio y silencio.