PACO MARCH
Decir julio es decir Tour de Francia y San Fermín. Si en el duermevela de la siesta, vemos en la
televisión esforzados ciclistas subiendo rampas imposibles o desafiando al
cronómetro, en Pamplona el desafío es otro. El toro con mayúsculas es el centro
de un universo de apariencia caótica y emociones contrastadas.
La ciudad serena y tranquila se transforma,
invadida por visitantes de toda condición, origen, credo y lengua, que multiplican por cinco o seis su
población, en busca de un elixir contra la rutina. Desde el encierro matinal al
encierrillo nocturno, con la corrida de la tarde como punto convergente de
ambos, todo es toro, mal que les pese a quienes se empeñan en lo contrario.
La fiesta y la Fiesta se viven como si no
hubiera un mañana y en los diarios
locales (esos que, enrollados en su mano, utilizan los corredores como
complemento del capotico del Santo) el toro asoma en cada una de sus páginas.
Durante la corrida, en la plaza, es un imposible abstraerse del ruido hecho
cánticos (y viceversa) y mérito añadido resulta para los toreros hacerlo.
Ponerse estupendos y desdeñar lo que sucede en
el ruedo de la Monumental de Pamplona
atendiendo a ese jolgorio que, en ocasiones, lo desvirtúa, no sólo es
negar la Historia del toreo, que en ella ha escrito muchas de sus mejores
páginas y también otras tantas de dolor y tragedia, sino hacer el juego a ese
mensaje intencionado de que «otra Fiesta es posible”.
Los sanfermines son toros y fiesta, íntimamente
unidos, la una no se entiende sin los otros y estos la hacen, como se canta en
el Vals de Astrain, sin igual.