FRANCISCO MARCH
El fin
de Feria resultó de todo menos glorioso. Fue un despropósito o la suma de
varios despropósitos.
Se
anunciaba una de Miura y el gesto de Eduardo Dávila Miura de cerrar el ciclo de
reapariciones por un día de estos tres últimos años, Sevilla, Pamplona y ahora
Madrid. Pero no.
Los
toros de la (lo de legendaria mejor lo obviamos) ganadería de Zahariche
salieron sin fuerzas, sin casta y sin presencia (4º y 6º tuvieron más cuajo) y,
cosas de la vida ( y del palco), el bueno de Eduardo se quedó compuesto y sin
matar su lote familiar.
Cierto
que blandearon (por decirlo suavemente), pero no más que los otros cuatro. Sin
embargo se creó ese clima que se crea de vez en cuando en Las Ventas en el que
todo parece confabularse para que el espectáculo esté más en los tendidos que en
el ruedo. Protestas, pañuelos verdes, palmas de tango, gritos de ¡toro, toro!
(con una de Miura , no se olvide) y el usía que como también lleva sus pañuelos
de colores, asomando el verde y toro (s) al corral.
Dávila
hizo el gesto, pa esto. Y a matar los sobreros, de distintos hierros y si con
el de Buenavista no se centró en el de El Ventorrillo aún pudo sacar redondos
de buen corte. Pero como la cosa estaba como estaba, una parte de la plaza le
abroncó cuando salió al tercio a recoger la ovación de los que quisieron
reconocerle su apuesta y, también, su más que digna trayectoria profesional.
Cuestión de sensibilidad.
Y así
acabó una Feria con muy buenos números de asistencia, también en trofeos,
grandes momentos y faenas, pero en la que se ha constatado que el desencuentro
(o las hostilidades) entre sectores de
la afición y la empresa debutante no
parece el mejor de los escenarios posibles.
Pero
sobre eso ya habrá tiempo para reflexionar. Lo que queda, de la última, es un
cabreo monumental.