JAVIER FERNÁNDEZ-CABALLERO
Palomo ha enseñado al toreo a nunca perder la oportunidad.
Siempre llega. Ese era Linares que llevó por siempre su tierra para alzarse de
orgullo y raza en cada situación que la vida le ofrecía. Era el chavalín que
recordaba con terror cómo bajaba a la mina de plomo a llevarle el pan cada
mediodía a su padre minero. Era el iluso soñador infantil que se acostumbró a
comer una vez cada dos días por llegar a conseguir en las tapias el sueño de
ser torero.
Era el torero que lograba como Puerta Grande un coscorro de
pan con un trozo cocinado de oveja muerta en una ganadería. Era el afortunado
en el que la casa Lozano se fijó –con él hasta la muerte- para nunca dejar ir
la oportunidad que lo hizo libre.
Era el torero que cobró en su primera tarde como novillero
las mil pesetas que su padre conseguía durante cuatro meses picando en la mina
de plomo. Era el blanco y plata
alquilado de la Nati que mantuvo siempre la cara alta pero la condición humilde
para ser figurón. Y aprovechó con esos dotes la oportunidad que cada amanecer
le ofreció.
Fue Palomo el joven de 69 años al que el corazón que tanta
gloria dio a la Fiesta no le aguantó más. Se dejó en él el amor al toreo y al
arte que fue vida y sentido de sus siete décadas por este mundo. Y lo más importante: Palomo ha enseñado a la
juventud a nunca perder la oportunidad que la vida ofrece cada día.