Unos dicen que es raro; otros, que está loco. Algunos le acusan de haber
«perdido el tren” y son mayoría los que le tachan de incurrir en una más que
extrema desigualdad. Sin embargo, cuando le soplan las musas, como el pasado
domingo en Sanlúcar de Barrameda, como en El Puerto con aquel toro de Ana
Romero, como en la tarde de su alternativa, como en aquella salida novillera a
hombros de Las Ventas, como en tantas y tantas otras tardes; cuando se deja
acariciar por la inspiración y se abre al toreo como una flor de embriagador
perfume, todos aceptan sin discrepancia alguna hallarse ante un torero fuera de
lo común, ante un torero realmente excepcional.
No
puede confundirse la rareza con la personalidad más genuina ni la locura con la
genialidad. Ni se le puede exigir regularidad a un torero de cenit y nadir, a
un artista reñido con la escala de grises, enemigo del término medio, confinado
a transitar por el más luminoso de los soles o por la más tenebrosa de las
sombras. Por eso Antonio Caro Gil no es un torero de estadísticas, sino un
diestro que viene pidiendo románticos, que se gusta abriéndole caminos al poema
con la pureza de un toreo que le brota del alma, que se curva en el abierto compás
de su cintura y languidece mecido en sus muñecas como un sueño de arte.
Un
torero necesario, de lo que hoy no existe; un torero que, pese a lo que hablen
y a torear tan poco, aún no ha dicho su última palabra. Sólo le hace falta un
taurino de los que ya no quedan, un hombre idealista que se identifique con sus
luces y sombras y lo saque a las plazas de toros. Entonces veríamos si yo estoy
en lo cierto y Antonio se revela tal y como lo que es: un torero de versos y romances.
Santi
Ortiz
Sanlúcar de Barrameda, 3 de octubre de 2016
FOTOGALERÍA: EVA MORALES