Las Ventas de gala, el callejón convertido en alfombra roja del postureo y el amiguismo (defensores de la Fiesta les llaman) y, en la arena, Alejandro Talavante explicando el toreo al desnudo, sin artificios, sin alharacas, con toda la verdad por delante. Y, qué cosas, una plaza que se jacta de censurar los primeros y valorar lo segundo, se enteró a medias o, al menos, se entregó y reconoció con cierta racanería.
Ocurrió en el segundo de su lote. El acontecimiento, mano a mano con Juan Ortega, era el regreso de Talavante a Madrid, tras el impasse de su adiós repentino y la pandemia, y el torero extremeño, que tiene más citas en el serial isidril, dejó claro que -con perdón por la frasecita de marras- ha vuelto para quedarse. En lo más alto, a poder ser.
Y así será, o debería, con faenas al susodicho ejemplar de Vegahermosa, un volcán encendido de embestidas que Talavante enfrentó y fue domeñando desde la firmeza de plantas, las muñecas templadas y mandonas y una pasmosa clarividencia y seguridad. Y a la sincera entrega del torero respondió el encastado toro con la suya, atemperada muletazo a muletazo, seria a serie. Desde el inicio sin probaturas y la muleta en la izquierda al estoconazo final.
Faena intensa en la que al público le costó entrar, vaya usted a saber porqué. Naturales excelsos, redondos mandones, trincherazos refulgentes, cambios de mano… Sólo en las dos postreras series la plaza rugió como merecía lo sucedía en la arena: una entrega mutua de toro y torero.
Así las cosas, lo que -digo yo- merecía una petición de trofeos sostenida hasta que en el palco asomaran dos pañuelos blancos, se quedó a medias. Eso sí, conforme avanzaba la tarde, aumentaron esos gritos y vivas destemplados, inoportunos y fuera de lugar.
Me quedo con lo bueno y así he querido explicarlo. Otros habrá que se regodearán en lo contrario.
En fin.