A pesar de todo, no ha dejado de serlo. Tomás Rufo, que hoy puso el corazón de Las Ventas en un puño en dos minutos angustiosos librados entre las patas del segundo -y era un quite a un toro que no era suyo-, le marcó el ritmo a los segundos y conquistó otra oreja para convertirse en triunfador de esta feria, sigue siendo un chiquito de Toledo, que fue como nos lo describieron la primera vez que escuchamos hablar de él. Ahora sabemos que ya nunca olvidaremos aquella primera vez que nos hablaron del él, y que conocimos que había un pueblo manchego con el nombre de Pepino porque nos dijeron que de allí era el chiquito que apuntaba y que tenía algo. Un no sé qué.
Después de hoy -y antes también- ya sabemos que ese no-sé-qué se llama sentido del temple, valor recio y castellano y un don innato para llenar el escenario con su sola presencia. Y eso, amigo… no se aprende. No se aprende porque sí a estructurar las faenas, a pausar los tiempos o azuzar la transmisión, a medir por instinto el recorrido de una arrancada y a quedarse quieto siempre porque así se lo dicta esa intuición diabólica de saber cuándo le va a responder el toro. No se aprende a mantener la calma, con los pitones de un funo arrancándote el corbatín, para tomar las puntas con las manos y mitigar los derrotes. No se aprende a comportarse en Madrid, con dos tardes de matador, como si este ruedo fuese suyo de toda la vida. Esas cosas no se aprenden, mire usted. Pero el chiquito de Toledo sí las trae en el esportón.
Y las saca cuando conviene, eligiendo siempre con precisión, porque un analista como él sabe renunciar a estirarse con el sexto, ese toraco grandón pero con cara de buena gente, porque el fondo de un frío Atanasio de salida conviene mantenerlo para que vaya tomando son. Derribó el de El Puerto a Manolo Sayago después de soplarle un puyazo soberbio, y en el suelo, bajo el caballo, se le hicieron eternos los segundos al picador. Y al tendido, que ya sabía al agarrar la muleta que el negro manilargo demandaba imposición. Y Rufo se la dio bajo el tendido de sol, donde menos molestaba un viento que condicionó la tarde en muchos pasajes del festejo. Con doblones toreros genuflexos en el inicio, siempre empujando, siempre con los flecos en el belfo para tirar con suma precisión; con la muleta en línea después, componiendo el embroque, ajustando el compromiso y firmando la serie entera con uno de pecho monumental. Y Madrid ya estaba en el saco.
Pero aún faltaba la exigencia y estaba por ver que el de El Puerto no claudicase. Pero el chiquito de Toledo no dudó. Impuso con mimo su mano diestra sobre la entrega volcada del animal, acompañó despacio la muñeca prodigiosa con la cintura para que el trazo pareciese mucho más largo aún, y cuando estaba rematando la serie, con el de pecho enroscado, se atisbaba el dintel de la Puerta Grande entre toro y corazón. Tal vez fue la mano izquierda, que brilló más de lo que lo hizo ese pitón del toro, pero no se equilibró con la diestra. Tal vez fue que estaba en la primera plaza del mundo y aquí nunca fue fácil descerrajar el portón. Lo cierto es que ni la estocada -que seguramente coleccionará premios- pudo reunir las dos orejas de nuevo para Tomás. Y el ratito con el tercero, tan inválido e inservible que ni el gran Fernando Sánchez pudo brillar con los rehiletes -el par al sexto quedará para la historia- no le dejó más rédito al toledano que un silencio poco habitual. Pero ya conoce Madrid a ese chiquito de Toledo.
También conoce a Josemari Manzanares, pero a medida que pasa el tiempo va ganando el de Alicante en poso y en superioridad. Nunca le llega el agua al cuello y sabe que en Madrid eludir el compromiso y el ajuste en todos los aspectos es poco menos que firmar tu ejecución. Por eso no se quitó de en medio al informal segundo hasta que logró meterlo en ritmo en una tanda que le daba la victoria en la fricción. Luego lo sentó de culo con una estocada que le hubiera venido bien para rubricar el trasteo al cuarto, del que sobresalieron pasajes de toreo lento. Lento de verdad, aprovechando el temple del toro y exhibiendo dos cambios de mano de los que hacen rugir un tendido. Macizo, asolerado, rotundo. Pero como falló con su mejor arma -y ya va ocurriendo un par de veces en momentos inoportunos- quedó su paso en dos ovaciones que dejan en positivo su paso de este año por Madrid.
El de Alejandro Marcos no lo será tanto, porque era el primero y tenía más necesidad. Pero la intermitencia para torear al quinto, toro de embroque enclasado y noble acometida en el trapo, solo dio para no perder la esperanza en la personalidad que dejó patente. Porque Alejandro tiene retazos de torero clásico y estilista, tiene brotes de Robles en lo austero de su trazo, pero tiene naturalidad y pulso para lucir transmisión. Lo tiene, es verdad, pero lo enseñó poco hoy. Y le hubiera venido muy bien un golpe de efecto en Madrid para ser un chiquito de Salamanca que ya se ha hecho mayor.
También lo ha hecho el de Toledo, pero aún permanece su cara, despreocupada y tranquila fuera del toro, como si tuviera controlado hasta el momento de sufrir. Por eso recordaremos al chiquito de Toledo cuando se convierta en señor. Y eso puede ser entrando en la leyenda del toro. Nunca vi otro con mejor condición.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas. 27ª de la Feria de San Isidro. Corrida de toros. Lleno de No Hay Billetes.
Toros de El Puerto de San Lorenzo y uno, el cuarto, de La Ventana del Puerto. Repetidor sin transmisión el primero; desordenado e informal el deslucido segundo; muy flojo el inválido tercero; con fondo y cierto ritmo el manejable cuarto; flojo pero con clase el quinto; con el fondo justo pero obediente en el trapo el grandón sexto.
José María Manzanares, ovación y ovación.
Alejandro Marcos, que confirmaba su alternativa, silencio tras dos avisos y silencio tras aviso.
Tomás Rufo, silencio y oreja.
FOTOGALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO
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