Por Juan Miguel Núñez Batlles
¡¡¡Cagüendiez, Federico Sánchez Aguilar, maestro y amigo!!! Qué mala suerte, se nos ha ido sin avisar, cuando todos le creíamos «escondido» del maldito bicho en algún paradisiaco lugar de los que frecuentaba en su itinerante y característico buen vivir.
Cómo lo vamos a echar de menos. Por tanto cariño y amistad como nos regaló. Porque tuvo una «chispa», mezcla de ingenio, gracia y seriedad, que era una rara combinación que sólo se da en personas con su talento, fina agudeza y alto nivel cultural. Todo ello además de la extrema y cálida generosidad que regalaba en el trato a cuantos andaban, mejor, andábamos cerca de él, fuesen o no amigos, simples conocidos, recién llegados o «arrimaos», que fue este término también ingeniosamente acuñado por él en pintiparadas ocasiones. Para todos tuvo Federico una palabra distinguida y actuaciones ejemplares.
Fue de lo más completo en la vida, en tareas alternas de taurino, radiofonista y zarzuelero, sus tres grandes pasiones; de tal manera que esa especie de trilogía darían forma a su peculiar carácter, estilo y personalidad, de todo un clásico, como a él le gustaba definirse, y desde ocupaciones marcadas por el sello de la buena comunicación y las excelentes relaciones públicas. Nadie como Federico para andar a este lado y al otro de cualquier escenario, y siempre en grado diez.
Un personaje irrepetible.
A Dios le pido ahora por él, con un sentido abrazo a su esposa Maricarmen, a la familia y a todos los amigos que lloran su ausencia. Aunque por su singular, proverbial y magistral secuela, digamos que Federico no se ha ido. Lo vamos a tener siempre entre nosotros.