«Bienaventurados los limpios de corazón
porque ellos verán con claridad el reino de los toros».
Tomo prestada la cita bergaminiana a cuento de lo ocurrido hoy en Alicante pero también como réplica a cierta forma de ver y, sobre todo, enjuiciar cuanto sucede en una tarde de toros.
Uno se puede quedar con lo bueno, si lo hay, por encima de lo malo, si lo hubiere. Y viceversa.
Ocurre en el toreo, también en la vida.
Quien valora lo bueno, sin menoscabo de recriminar aquello que no lo es, suele tener talante amable y proclive a compartir su goce con los demás.
Pero hay quienes se regodean en lo que no sale bien para criticarlo como si ellos fueran garante de virtudes y poseedores de verdades supremas.
Unos y otros tienen en el último festejo de la feria alicantina, concebida como homenaje y tributo a José Mari Manzanares, motivos para su causa.
Siendo la de quien esto firma la de los primeros, vamos a ello.
Antonio Ferrera, con una cornada en la pierna, cruzó de noche de oeste a este peninsular para torear en honor a su añorado maestro y compañero. Y lo hizo a su manera, que es la del toreo desgarrado, transido, imaginativo, barroco, emotivo. Ferrera torea dejándose el alma en el envite y el espectador goza y sufre con él creándose una comunión que explota tras la sui géneris forma de hacer la suerte suprema. Ocurrió en el cuarto, lloraba Ferrera y no sólo él.
Lo de Morante en su segundo fue deslumbrante. Del inicio de faena por alto a dos manos a la última serie de naturales a pies juntos, el de La Puebla ofreció un recital, una orgía de toreo tan macizo como etéreo, tan sublime como puro. Tan inmensamente bello.
Con ello me quedo. Y dormiré feliz.