Montados en jacas colinas, los que ayer nos
daban habas hoy nos gritan con voz ronca para que en comitiva recorramos un
embudo empalado con final extraño. Me
veo entre estrechos muros encalados y rodeado de otros hermanos de manada,
acompañados todos por nuestros compañeros sin hombría, esos a los que cuelgan
enormes campanas de sonido hondo que nos incitan a no separarnos de ellos.
Se abren las paredes, por recias puertas que
dan paso a otras, mientras los grandes bueyes desaparecen para dejarme solo frente
a un angosto pasillo que se oscurece mientras deambulo en corta procesión hasta
el final. Un golpe seco cierra mi retaguardia, y de repente aquello se mueve.
Una ligera corriente de viento que entra por los huecos de aquella caja me
sugiere que me muevo sin andar, que avanzo en un viaje sin retorno lejos del
vallado que cercó mi vida.
Me detengo en el camino. Se abre la puerta
que me libera del oscuro cajón para encontrarme en un lugar perdido. Bebo agua.
La extraño. Huele raro y por mis oídos entran sonidos que nunca jamás escuché.
Me siento desconocido.
Vengo de amarillos suelos, agostados por
calores olor a Sevilla, y ahora estoy sobre suelo duro y mojado. Inquieto, se
abren puertas y reconozco al fondo la figura de otros hermanos, aquellos de los
que me separé pero que nunca tuve duda de que estaban cerca.
Desorientados esperamos a que pase algo. Por
encima de nosotros, se asoman los brazos agitados de hombres que nos señalan
con ensaño. Nos miran. Hablan. Un buey que rumia tranquilo en el corral
contiguo me susurra que llegó la hora.
– ¿Qué hora? – Pregunté con apremio. La duda
me embarcaba con impaciencia.
– La tuya.
De manera inexplicable, un sentimiento
interior me aclaró la sospecha. Porque sí, soy toro, toro bravo de lidia…
Asumí mi destino. No hicieron falta palabras
para comprender el camino.
Sin darme cuenta, admitiendo mi sino, acaban
mis terciadas carnes en un habitáculo negro esperando en silencio. Esperando mi
muerte, la que asumo con la grandeza que me dio Dios desde el día que nací en
Zahariche.
Tras sonar cinco veces los clarines, el
cerrojo que me secuestra golpea con dureza la puerta que, abriéndose, me libera
a un pasillo donde su final ciega de luz mis ojos ávidos de lucha. Estoy
ansioso. Mi sangre es fuego y mi cuerpo sale a un redondel que se torna campo
de batalla, con tintes a lienzo y a pentagrama.
Me llaman. Capa de color rosa que mi vista
intuye, gris la veo, y su movimiento destapa embestidas que mi ser llevaba
dentro.
En cada arremetida, siento como cada uno de
los músculos de mi cuerpo se encienden con ira, necesito cornear ese ligero
trapo, y cuando parece que llego a él, me freno.
Un caballo vestido con voluminoso traje
irrumpe en el ruedo. Me lanzo contra él descargando mi rabia pero un golpe
penetra en mis carnes. Cuanto más derroto contra este muro, más golpes noto
sobre mi. Y al irme, huelo a sangre, rojo líquido que brota sobre mi cuello.
Después, hombres descubiertos llaman mi
atención. Me arranco y clavan palos sobre mí. Yo, listo y orientado, les corto
terreno con intención de atraparlos.
Tras breve tiempo, un fino cuerpo me llama,
me hace embestir varias veces a una tela y cuando advierte mi condición,
impulsa embestidas sobre el pitón derecho que son jaleadas por un bullicioso
ambiente de admiración, que finalizan en otras donde el cuerpo se antepone al
engaño de tela, el cual a mi paso barre mi lomo enloqueciendo de pasión a las
masas. Así cuatro veces.
Sin duda, estaba ante un dios.
De repente se callan todos. No se oye un
alma. La esbelta figura se perfila muy cerca, y delante de mi. Me enseña la
oscura tela y tras un golpe seco del paño ante mis ojos, se abalanza lentamente
sobre mi cuerpo, sintiendo centímetro a centímetro como un escalofrío me atraviesa.
Me da tiempo a lanzar un derrote seco con el derecho, y consigo penetrar mi
gordo pitón por la estrecha ingle. El cuerpo cuelga un palmo del suelo y lo
hago girar hasta que se derrumba en el piso cayendo de cabeza bajo mis pies.
Me lanzan un engaño al que sigo, dejando que
se lleven al hombre yacente del que mana un reguero de roja sangre.
Yo, mortalmente herido, siento la llamada de
mi destino y me voy al cobijo de las tablas hasta que las patas se doblan y me
hacen caer al suelo.
Se cierran mis ojos. Me llaman Islero.