Por Paco March
Brindó Emilio de Justo el segundo de su lote de Victoriano del Río a César Rincón, se fundieron en un abrazo y los ojos del maestro colombiano se humedecieron. Treinta años atrás Rincón abrió cuatro veces la puerta grande venteña, la afición cayó rendida a sus pies, se convirtió en figura del toreo y el escritor, poeta, crítico teatral y taurino Javier Villán le dedicó un libro que ya en el título dejaba clara la magnitud del suceso: “César Rincón, de Madrid al cielo”.
Emilio de Justo cumple catorce años de alternativa, de los que los diez primeros han sido de lucha, corridas duras, oportunidades en Francia, escasez de contratos. Poco a poco, su toreo, que bebe de las fuentes del clasicismo y se expresa también desde ellas, ha ido sumando adeptos y las empresas se han sumado a la causa, pero no mucho. Entre otras cosas, porque le faltaba eso que llaman “aldabonazo en Las Ventas”.
Pues bien. Ya llegó. Y de qué manera.
La corrida de Victoriano del Río, imponente y cinqueña pasada- lo que cierto crítico de renombre le da en llamar “toros veteranos” (sic)- tuvo de todo y en ella, en cuarto lugar, salió “Duende”, un toro bravo. Ahí queda eso.
Un toro bravo y un torero de un pieza ¿qué podía fallar?. Nada falló.
“Duende” embestía con encastada nobleza, su sangre brava le hacía perseguir la muleta con tanta largura como fijeza, el hocico por la arena…Hacía falta un torero que embarcara aquel caudal de bravura y ahí estaba Emilio de Justo.
Vaya si lo hizo. El toreo verdadero surgía como un relámpago luminoso, fugaz pero eterno, en series en redondo de una entrega compartida entre el hombre y el animal y, siendo así, trepaba por los tendidos- y saltaba de la pantalla del televisor- la emoción inabarcable que provoca esa mágica simbiosis.
La faena no se apartó un milímetro de la ortodoxia, sin barroquismos innecesarios, sin alharacas ni gestualidad desatada. El gesto justo de Emilio, que se dedicó a torear. Nada más y nada menos. Y lo hizo como lo ángeles, para- como Rincón hace tres décadas- tocar el cielo.
Gloria para Emilio de Justo. Gloria para “Duende” y su criador Victoriano del Río, como en su día, en ese mismo coso, fue la de “Cantapájaros”, “Beato” o “Dalia”.
Y gloria para el toreo.
P.S. No quedó ahí la cosa. En el sexto, un toro mayúsculo, De Justo construyó una faena de un mérito tremendo, hecha de conocimiento, capacidad lidiadora y determinación, para redondear un tarde- en su primero, bordó los naturales- que debería encumbrarle. Y así va a ser. Sería de justicia poética. Y torera.