Javier Espada / Fotogalería: Luis Sánchez Olmedo
Lo que hace diferente al toreo es la verdad. No hay ningún otro espectáculo en el que todo lo que ocurra sea tan íntegro y sin engaños. Aquí, lo que hay, es lo que se ve. Por eso molesta tanto en esta sociedad que se asusta cuando se ve reflejada a sí misma. Los que tuvieron la suerte de aprender que en la vida la verdad sólo tenía un camino entendieron que para ir con ésta por delante, simplemente hay que entregarse, de manera incondicional y sin límites.
Emilio de Justo lo lleva muchos años haciendo, se ha entregado hasta cuando España se había olvidado de él y tenía que refugiarse en la afición del país vecino, esa que ha sostenido a tantos y tantos toreros que después han alcanzado el Olimpo. Por eso, hoy Emilio sólo tenía que ser fiel a sí mismo. Y lo hizo elevando la verdad a su máximo exponente y coronándose como el auténtico rey de Madrid, volviendo a abrir la puerta grande de nuevo en esta temporada tras su pletórica actuación en Sevilla con la de Victorino.
El extremeño cuajó al quinto de Garcigrande como viene haciendo con cualquier toro en cualquier plaza esta temporada. A Emilio le sirven todos los toros y todas las plazas, y eso sólo está al alcance de los que están tocados por la varita. Sólo está al alcance de las figuras. Emilio se abrió en canal, se rompió para abandonarse en esos muletazos rematados por bajo ante las embestidas de «Farolero», se fundió con Madrid en una conjunción mágica y una tarde para la historia. Y es que Emilio sabía que la verdad sólo tenía un camino, uno angosto y arduo, pero que lo llevaba hasta la calle Alcalá, por la que salió como el nuevo dueño de Madrid por tercera vez en su carrera.
Antes, El Juli había firmado una obra sublime de poesía torera al buen primero. Porque esa figura que no pasa de moda no está dispuesto a subir el pie del acelerador ninguna tarde y se encuentra quizá en mejor momento que nunca. Por eso pudo torear a su primero con una suavidad pasmosa, lo llevó en largo, lo acarició y dejó una estocada para cortar una oreja más que merecida en la que siempre ha sido su plaza. Porque la madurez que atesora este torero le hace superarse tarde tras tarde, engrandecerse cada día más y torear cada vez más para él mismo.
Y quedaba Juan Ortega. El sevillano que ha revolucionado la tauromaquia con su forma de templar, con sus aires de Triana. Y eso no podía perdérselo Madrid. La faena al sexto fue quizá de lo más caro de la tarde; los veinte muletazos que le dio al rajado animal fueron una borrachera inmensa cuando apenas Madrid acababa de asimilar el faenón de Emilio de Justo. Fue tan sublime como justo en el tiempo, fueron unas píldoras de toreo de caricias, de muletazos sedosos que llegaron después del seísmo de Emilio. Se atascó con el descabello, pero ya daba igual.
Nos habíamos emborrachado de felicidad en una tarde de toreo inconmensurable en la que quien no salió de la plaza toreando, lo hizo en una nube de emociones que será imposible de borrar en mucho tiempo.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas. Quinta de la Feria de Otoño. Corrida de toros. No hay billetes.
Toros de Garcigrande y Domingo Hernández. Tuvo calidad, nobleza y humillación el buen primero; le faltó recorrido y finales, además de casta al segundo; embistió rebrincado, en línea recta y cabeceando el desrazado tercero; incierto, no empujó ni se entregó el cuarto; persiguió las telas con humillación y codicia, con emoción el bravo Farolero quinto, ovacionado en el arrastre; no quiso pelea, se rajó y buscaba la querencia el sexto.
El Juli, oreja y silencio.
Emilio de Justo, silencio tras aviso y dos orejas.
Juan Ortega, silencio y ovación con saludos.
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