ILUSTRACIÓN: JUAN IRANZO
La Inquisición, que de santa tuvo poco,
buscó establecer un pensamiento único. Para asegurarse de que su mensaje
convenciera, torturaron y mataron con las herramientas y artilugios más
perversos. Y su finalidad no era salvar al mundo del pecado, sino confiar los
cimientos de la institución religiosa a la que servían, asegurando su poder y
riquezas.
El movimiento animalista mundial, y
antitaurino en particular, también hace uso de estas estrategias medievales
para lavar cerebros y establecer un nuevo orden capaz de reescribir el
significado de la naturaleza, de la cadena trófica y hasta ha dotado a los
animales de derechos, privándoles de su condición animal y rebajándolos a la
humillación de ser «como humanos». Y no por buscar el bien del planeta al que
presumen salvar, sino el de sus bolsillos.
Primero nos convencieron de que comer
animales estaba mal. Y por eso consiguieron eliminar de los supermercados
cualquier imagen que pudiera establecer paralelismos entre el corderito feliz y
el trozo de carne empaquetada y etiquetada del pasillo del fondo a la derecha.
¡Si hasta el conejo ha dejado de ser alimento para convertirse en mascota!
Luego siguieron convenciendo al mundo de
que la tauromaquia es la mayor bajeza moral de la humanidad. Sin más argumentos
que la mentira y amparados por el silencio de nuestro sector. Y ahora, jugando con el miedo a la palabra
más cruel del diccionario: CÁNCER, quieren convencernos de que comer carne nos
mata. Claro que nos mata, igual que hace la propia vida, por el mero hecho de
ser vida. Han empezado por el bacon y las salchichas, luego seguirán por otras
carnes y al final acabarán cerrando granjas. Es su hoja de ruta.
«Cuando los animalistas vinieron a buscar a
los que comían cordero,
guardé silencio,
porque a mi no me gustaba el cordero.
Cuando encarcelaron a los que comían
caracoles,
guardé silencio,
porque a mi me daban asco y no me gustaban.
Cuando vinieron a buscar a los que comían
pollo,
no protesté,
porque las pechugas me estaban jascas.
Cuando vinieron a por los que comían
conejo,
no pronuncié palabra,
porque a mí no me iba mucho…
Cuando finalmente vinieron a por los que
comemos cerdo,
no había nadie más que pudiera protestar.
¡Ay ese jamón!»
Sirva este guiño a Martin Niemöller para
que empecemos a abrir los ojos y entender que han venido a por nosotros. Y no
pararán.