A las siete de la tarde de aquel 23 de julio caluroso y húmedo en Valencia, José Tomás, casi resucitado de entre los muertos quince meses antes, con un excelente trabajo de ‘fontanería’ por todo el cuerpo, pisaba de nuevo un albero con la plaza a reventar. Era en Valencia, donde necesitaba un empujón esa feria veraniega y sudorosa que le pone el contrapunto al frío que se pasa en Fallas. Vestía de lila y oro, con esos bordados de medias lunas en bandas y chaquetilla, con el capote de paseo a juego. Con mil y un objetivos disparando sin parar mientras pasaban desapercibidos Víctor Puerto y el mexicano Arturo Saldívar en un paseíllo donde los fotógrafos casi impedían ver al madrileño.
Ese día regresaba a los ruedos un José Tomás que a punto estuvo de dejar la vida en los pitones de Navegante dos abriles atrás en la plaza de Aguascalientes. Pero hasta esa jornada, que ya está en la historia de la tauromaquia -aunque el que triunfó con la corrida de El Pilar fue Saldívar- existió una intrahistoria que hoy resulta muy bonita de contar. Es el relato de un hombre que perdió la sangre en un callejón mexicano y los propios mexicanos le cambiaron por el suyo el líquido vital perdido. Porque fueron los espectadores los que se arremolinaron alrededor de la enfermería ofreciendo lo que hiciese falta.
La angustia que entonces se percibía, en aquella madrugada española que se iba haciendo noche en Aguascalientes, la resumía Joaquín Sabina– presente aquella tarde en la corrida- al comenzar su concierto mexicano: «Se hace muy duro tener que estar aquí, haciendo mi trabajo, que es el de tocarles el corazón, mientras están operando a mi torero…». Las palabras se convertían en agujas hasta que las noticias sobre el estado de salud del madrileño iban tranquilizando los ánimos ya bien entrada la mañana española.
José Tomás: «Ganadero, ¿no tendrás una botella de champán por ahí guardada?»
Un año había pasado de todo aquello esa mañana en que el torero, ya convertido en mito, continuaba una preparación que había comenzado poco antes, pero que ya le había llevado a lidiar cinco toros seguidos a puerta cerrada. No hacía ni una hora de todo ello, pero ya estaban sentados a la mesa de la ganadería en la que todo sucedió. Las cosas habían rodado y la actuación de José, aquella mañana, había resultado rotunda. «Con ese punto más que hace que José Tomás sea José Tomás…», explicaba el suceso el ganadero. Y a los postres de la comida, sucedió.
«Ganadero», susurró José Tomás casi como en una confidencia, «¿no tendrás una botella de champán por ahí guardada?», preguntó el torero. Alguna habría de la pasada Navidad, pensó el ganadero. Y se fue a ponerla a enfriar. Algo habría que celebrar, porque no era normal aquella muestra de júbilo en el torero. Lo descubrió, finalmente, cuando pusieron copas para todos y el monstruo se levantó para tomar la palabra.
«En esta casa», dijo elevando su copa, «que siempre he sentido tan dentro de mi vida y mi carrera, anuncio que hoy me he vuelto a sentir torero y me he reencontrado con mi propio yo. Por eso os anuncio que en no más de tres meses tengo previsto reaparecer…». Y entonces el champán se dio por bien empleado. Y el vino, y los toros -que, por cierto, le regaló el ganadero asegurando que sus vicios (como ver a JT a puerta cerrada) se los pagaba él solito-.
José Tomás había decidido volver aquella mañana soleada. Y sólo un puñado de personas fueron testigos del momento. Lo demás, con tinta y taquígrafos, ya lo cuenta la propia historia…
Así se narra la historia de esa Feria de Julio que ya tenemos a las puertas de la temporada. Y en la que han pasado tantas cosas.