«Cristo al cruzarse con Verónica le dio milagrosamente la cara, su santa Faz. Y Verónica, cara y cruz, perpetuó la figura de Cristo. Cara y cruz, frente a frente, juntas y separadas en el milagro; la muerte y la vida; sombra y sol; como el torero con el toro» (José Bergamín)
Siete años ha esperado sin desesperar Juan Ortega hasta que La Maestranza lo viera y fue abrirse de capote para que los cimientos del templo laico del toreo se estremecieran, como estremecidos y jubilosos sonaron los olés de quienes contemplaban el prodigio.
Eran las 18,50 hs. en todos los relojes y Juan Ortega recreó el toreo a la verónica en siete lances y una media de una pureza, gracia toreadora, ajuste y sutileza tales que de haberlas visto José Bergamín (quizás las ha visto y celebrado como merecen, junto a sus amigos Alberti y Lorca ) las hubiera cantado, con música callada o con olés interminables.
Como interminable, por larga y lenta, fue la quinta verónica, por el pitón izquierdo. Ortega , con el toro en media distancia, echó el capote hacia él y en cuanto se arrancó ya lo llevaba toreado, embarcado, embebido, subyugado. y así siguió en su recorrido, pasando por barriga y femorales, hasta el final. Ocurrió en La Maestranza y, a 1000 km, en Barcelona, también me estremecí.
Cuando, avanzada la corrida, miré el reloj seguían siendo las 18,50 hs. Sí, es el milagro del toreo y Juan Ortega su artífice.