Encontrar ese maná —muchas veces utópico— de la bravura verdadera es una empresa compleja, casi imposible pese al nivel alcanzado en los últimos lustros por los ganaderos. Dicha bravura no es acometividad indómita; es fijeza, clase y entrega. Aquel que emprende este camino busca ese equilibrio mágico que convierte a un toro en un animal digno del rito, pero la genética no es una ciencia exacta. Años de selección, de descartar lo que no sirve, de confiar en una embestida que no siempre se transmite, se ponen a prueba en apenas unos minutos sobre la arena. Es entonces cuando se impone la verdad cruda: “Dios dispone, el hombre propone, y el toro lo descompone”.
La selección para alcanzar el objetivo que todo ganadero sueña es una labor silenciosa, cocida a fuego lento en la soledad del campo. El criador de bravo hace tiempo que huyó de ese toro simplón que no molesta, ese animal dócil e insulso que tantas tardes tragó el aficionado. Porque la bravura auténtica no es espectáculo fácil: exige, pone en aprietos y no siempre es agradecida por quien se pone delante. Pero sin ella, no hay tauromaquia. Cada toro es un enigma, y por mucho que se estudie su reata o se confíe en sus orígenes, hasta que no rompe la puerta de chiqueros no se desvela su alma.
Lo ocurrido en muchas tardes, como en la reciente —e inapelable— mala corrida de Juan Pedro Domecq en Madrid, deja claro que el toro puede arruinar cualquier planteamiento. Ni la historia del hierro ni la categoría del cartel bastan si no hay casta ni fondo en los animales. Entonces todo se viene abajo: el toreo se convierte en trámite, el espectáculo se desmorona y la afición se desespera. Porque sin bravura no hay emoción, y sin emoción no hay verdad.
El toro lo descompone, sí; pero también es, muchas veces, quien pone su vida al servicio del arte y permite que nazcan faenas que quedan grabadas en los anales del toreo. Por eso, encontrar la bravura no es solo un objetivo: es la razón de ser de esta fiesta en la que se crea arte jugando con la muerte, y eso lo sabe un Jua Pedro Domecq Morenés que vivió en Madrid una tarde donde sus animales no le dejaron en buen lugar.
Hubo que esperar al sexto. Un sobrero de Torrealta que vino a remendar, y rescatar, un encierro de Juan Pedro Domecq excesivamente correcto, políticamente domesticado. En tarde impía, Aguado, in extremis, devolvió la fe a los tendidos. “Son toreros para esperar. No por capricho, sino por argumentos. Porque cuando pueden (y quieren, añadirán algunos), torean, con perdón, como Dios”, escribió con precisión José Miguel Arruego. Tres líneas que resumen una tarde que pesaba como una losa para una afición esperanzada tras la importante corrida lidiada lidiada la pasada Feria de Abril.
Una decepción profunda por el juego de los cinco astados titulares, en la primera plaza del mundo, donde solo el sexto —ese parche— ofreció las mínimas virtudes necesarias para soñar con el toreo. Una corrida falta de poder, carente de casta, que no dio el juego que esperaban toreros, aficionados, ni —por supuesto— el propio ganadero.
De ahí que muchos dirigieran su mirada hacia Juan Pedro Domecq, quien, tras cada festejo, analiza en redes sociales el comportamiento de sus toros. “Hoy en Madrid no salieron las cosas como uno quiere. Así es la bravura, la profesión y el arte de ser ganadero: paciencia y humildad. Habrá Sevillas y habrá Madrides. Sevilla es el futuro de la ganadería y Madrid el pasado, donde se juntan muchas cosas que he ido quitando y eliminando…”. Declaración sincera que reconocen el tropiezo y exponen, sin tapujos, la crudeza de este difícil mundo de la cría del toro bravo. “Siento cuando uno defrauda a la afición, a la que respeto, quiero y admiro. La crítica me hace mejor ganadero”, añadía. Porque así es este mundo: un territorio implacable, donde el toro, siempre, tiene la última palabra.