En una
entrevista concedida a ABC, Manuel aseguraba que su carrera tenía una maldición
innata: la de llamarse Cid. Sólo por eso y por una mala actuación, se le
crucificaba en los tres siguientes seriales en los que el Campeador aparecía en
los carteles. Lleva y no lleva razón. Por partes.
Cidsiempre ha sido un tío de retos. Por eso llegó donde está: por dejar una
carrera informática a medio gas y perseguir el sueño que había atormentado su
mente desde niño; por jugarse la yugular en las Ferias con los astifinos que
nadie quería; por sacar su
«media» gracia de Salteras y por sentirse torero cada vez que hacía
el paseíllo. Lo percibió el aficionado y lo alzó donde mereció.
Quizá ha
pecado Manuel de actuar en demasía en Madrid. Dos puertas grandes venteñas y
otras tantas en el Baratillo quizá pudieron justificar unos años iniciales en
los que el titán sevillano se comía las Ferias. Pero el tiempo pasaba y la
afición capitalina crecía: lo poco gusta y lo mucho cansa, y más cuando pasan
tardes en el limbo de los silencios. Hubo una caída de sol otoñal en la que a
El Cid se le cruzaron los cables y se la armó -aun a pesar de no bajarle la
mano- a un grande de Victoriano. Hasta ahí y desde ahí Madrid ha sabido ponerle
límites al de Salteras. Lógicos límites.
Siempre
los tuvo bien puestos, incluso cuando debió aguantar sustituciones en Madrid.
Fue entonces fue Madrid la que se percató de la importancia que llevaba consigo
este torero. Debo reconocer que me alegra que no haya anunciado una pronta
despedida aunque sólo sea, entre tantos, por un matiz: a veces, su media se
parece a la de Belmonte…