Por Juan Miguel Núñez
Veinte años que Julio Robles nos dijo adiós.
Tal día como ayer, 15 de enero, en 2001, fue enterrado en el cementerio de la localidad salmantina de Ahigal de los Aceiteros, donde también está la sepultura de su madre, y él quiso que fuese asimismo su última morada, para seguir muy cerca de ella, hasta la eternidad.
A Julio Robles, que se le recuerda por ser uno de los mayores exponentes del toreo castellano en la década de los ochenta del pasado siglo -torero clásico, sobrio y poderoso-, toca rendirle ahora honores igualmente por la catadura moral y humana que afloró en su personalidad durante sus últimos diez años de vida.
Todo fue a raíz de un desgraciado percance, al ser volteado por un toro en la plaza francesa de Beziers, el 13 de agosto de 1990. Robles estuvo desde ese día y hasta su muerte ya en silla de ruedas con tetraplejia irreversible.
Qué fatalidad, cuando atravesaba su mejor momento profesional.
Pero en ese tiempo, ya sin el traje de luces, fue cuando pudimos conocer y apreciar la extraordinaria bondad y sensibilidad del torero roto.
La gran humanidad de Robles, presente en todas las manifestaciones que hizo posteriormente en esos diez años. Nunca una palabra de rencor, ni mucho menos al toro; porque, según él, el error fue suyo.
Había elegido la profesión más bonita, pero también, hacía hincapié, la más arriesgada. «Porque se puede llegar a la gloria -dijo en más de una ocasión-, pero sin olvidar que en cualquier momento puede ocurrir un percance».
Robles fue muy claro, muy sensato y sobre todo agradecido con las personas de su alrededor. Valoró mucho la amistad fuera del traje de luces.
Su final nos entristeció a todos, no obstante, nos queda el consuelo de que pudo disfrutar mucho como torero cuando estuvo en activo, ¡y cómo le querían en su Salamanca de adopción!
No había nacido en Salamanca, pero la ciudad estuvo dividida en dos bandos, que fueron el suyo propio y el de su gran amigo y competidor en los ruedos «Niño de la Capea», y con ellos, encabezaba el trío de ases de esa edad de oro del toreo charro nada menos que Santiago Martín «El Viti».
Qué época más gloriosa. Salamanca recuerda siempre en estas fechas a Julio Robles, desde los veinte años transcurridos. Y lo hace con una ofrenda floral en un monumento erigido en su memoria en la explanada frente a su plaza de toros, «La Glorieta».
Este año, por primera vez y por las circunstancias del maldito covid-19, no ha podido ser el acto multitudinario que venía siendo costumbre. El Ayuntamiento, junto a la Federación de Peñas Taurinas «Helmántica», había pedido a los aficionados que no acudieran al tradicional encuentro por precaución ante el riesgo de contagios. De modo que allí estuvieron sólo la familia del diestro, el alcalde de la ciudad, Carlos García Carbayo, y un representante de las Peñas, además del capellán de la capilla de la Plaza de Toros, que rezó el preceptivo responso.
Unas palabras muy significativas del primer edil, de apoyo a la tauromaquia «porque -dijo- es la fuente de riqueza, activo medioambiental y seña de identidad de esta provincia, de Castilla y León, y de España». Y subrayó asimismo que, pese al contratiempo de la pandemia, se ha hecho todo lo posible porque el recuerdo a Julio Robles en esta fecha no pasara en blanco.
De modo que la memoria del torero y la persona sigue más viva que nunca en los salmantinos. Julio Robles está en lo más profundo del corazón de Salamanca, y del mundo taurino, de profesionales y aficionados.
Gloria a Julio Robles.