MARCO A. HIERRO / FOTOGALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO
Si hace dos años le
llegan a decir a Alberto López Simón que llegaría un momento en que no sabría
dónde se iba a acostar cada noche para enfundarse el chispeante al día
siguiente no se lo habría creído. Sin embargo, trabajó para ello y creyó cuando
lo más fácil era vivir en Calle Melancolía y pasear cada tarde por el Bulevar
de los Sueños Rotos, donde dice Sabina que hay un tequila por cada duda. «Aunque
estemos como estemos, no nos echemos para atrás”, replicaba José Alfredo en la
cabeza de Alberto mientras veía cómo seguía esa máxima José Tomás. No sabía a
dónde llegaría, pero dio ese primer paso que inicia todo camino. Y, como no
sabía que era imposible, lo hizo.
Llegó relativamente
tarde a este mundo. Con quince años, cuando los chavales -ya conscientes de que
los sueños tienen cimientos- suspiran por convertirse en Ronaldos, Messis y Kokes, por llenar la saca con el único
miedo de una lesión, Alberto, madrileño cabezón y temperamental, decidió que lo
suyo era ser José Tomás. Y poner la vida en juego para alcanzar mucho más que
dinero. Valores que ya no se estilan por los lares del Sálvame –y ¿quién nos
salvará a nosotros de ellos?-.
Un novillero tan
importante como impostado, tan profundo como afectado, tan lleno de virtudes
como cursi para ponerlas en el tapete; una alternativa de campanillas, con los
farolillos colgados a la orilla del Guadalquivir, una cornada en el muslo y un
recuerdo de cloroformo al llegar a la enfermería. No volvió a salir. Aún le
quema en la barriga la caída de la noche sobre La Maestranza.
Porque la noche fue
larga y retrasó la mañana. Como si el tiempo decidiese que le daba un tiempo
para meditar. Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho
sentido. Y así llegó el invierno aquel 2014 en que se perdió en la bruma, y
hasta llegó a buscar pastillas para no soñar. «Estaba tieso como una regla y ya
casi nadie confiaba en mí”, recuerda Alberto con serenidad. Lo recuerda
para no volver a vivirlo. Pero lo recuerda.
«Yo voy a confirmar
habiendo toreado ocho corridas de toros el año anterior”, explica, «y no
me acuerdo si di una vuelta al ruedo o algo así; el caso es que no salió bien.
O, al menos, como yo quería. Porque apenas había tenido preparación, no tenía
oficio ni casi contacto con los animales. Y en 2014 estuve a punto de quitarme
de en medio, porque yo no veía aquello por ninguna parte. Como siempre he sido
realista, yo no quería engañarme, y no quería perder el tiempo ni hacérselo
perder a nadie”. Así de claro. Así de rotundo. Como es Alberto cuando
pone el corazón y la cabeza. El caso es que, por aquel entonces, el diario no
hablaba de ti.
Y se vio en el andén -siempre
vacío- de la estación de las dudas, donde mueren los trenes de cercanías. Cuando
ya no había billete, cuando dormía, perezoso, el raíl, aparece Julián Guerra. «Casi
no le conocía de nada, sólo de coincidir con él cuando apoderaba a Fortes y
poco más”, rememora Alberto. «Y, no sé cómo, se entera de que mi ilusión
es torear en San Isidro, porque me parecía que era la única manera que yo tenía
de darle la vuelta a la moneda. Pero cuando llegan las contrataciones me quedo
fuera. Me ofrecen una tarde el Domingo de Ramos. Llamaron al mozo de espadas,
pero entre que yo estaba regular de ánimo y que estaba asqueado del mundo
entero le dije: ‘Oye, Iván, Diles que muchas gracias pero que no, que yo a
Madrid no voy’. De eso se entera Julián por su amistad con la empresa y me
llama. Me dice que acepte, que le haga caso, que la corrida de El Puerto es
mucho mejor que muchas que van a ir a San Isidro, pero yo le digo que ya tengo
tomada la decisión y que no”. En aquel momento los fantasmas pudieron
más, pero llegaron más de cien palabras, más de cien motivos.
«Julián me pidió que
le diese una oportunidad de trabajar conmigo: dos meses en Salamanca para
preparar esa corrida”, explica Alberto. «Yo me dije que si ya llevaba perdida mi
adolescencia desde los quince años, por perder dos meses más tampoco perdía
mucho. Me fui al hotel La Rad, en Salamanca y dije ‘pues aquí va a ser’. Y
llegó la tarde, y fue, hasta la fecha, mi mejor tarde de largo en Las Ventas.
Hasta entonces nunca había congeniado bien con esa plaza, pero esa tarde fue
diferente. Y lo que sentí también fue distinto”. ¿Había despertado el
toreo que llevaba en las tripas, en el corazón, en la cabeza? «Lo
había despertado Julián, que comprendí que sabía sacar de mi lo que yo buscaba”,
matiza el torero, «pero una serie de problemas entre él y mi entorno nos alejaron. Yo
había visto la luz, pero esa serie de problemas hicieron a Julián incompatible
en mi vida. Era como el que prueba un menú que le encanta y, de repente, se
encuentra que no tiene más plato para comer. Eso me creó una impotencia y me
hace entrar en una depresión. Había probado la droga del toreo: sentirse libre
delante de un toro. Si no lo iba a poder tener, no quería saber nada más de
esto”. Así de simple. Así de franco. Porque las caricias que mojan la
piel y la sangre amotinan se marchitan cuando las toca la sucia rutina…
Y llega la llamada de
Madrid. Para San Isidro. Una sustitución. «Yo ya había entrado en un proceso de
autodestrucción”, asegura Alberto, «y me pregunté a qué iba yo a Madrid cuando
no tenía más que mierda dentro. No podía ir allí a matar dos toros porque me
iba a engañar yo, iba a engañar a los dos toros, que iban a entregar su vida, y
también iba a engañar al aficionado. Me pareció una farsa. Para torear hay que
ser honesto con uno mismo, con el toro y con el aficionado. Y dije que no”.A Madrid. Porque hacía demasiados meses que sus payasadas no provocaban sus
ganas de reír. Las de Alberto.
Pero el tiempo va
pasando para restañar heridas y hacer que supuren hasta convertirse en
cicatriz. Nueva etapa, nuevos apoderados, que tampoco ven con buenos ojos sus
relación con Julián. «Hay un verano en el que vuelvo a entrenar
con él, aunque no les gustase a mis anteriores apoderados. Fue precisamente por
eso, por el respeto que les debía, por lo que hubo un nuevo distanciamiento,
hasta que llega el invierno de 2014 y ya lo preparo yo solo”. Y llega
el viaje a México, sus nuevas luchas interiores y su decisión de afrontar el
futuro como esa última oportunidad. Componer el rock and roll de los idiotas le
da una base en la tierra que le permite afrontar un nuevo asalto. Pongamos que
hablamos de Madrid.
«Tiré de mi gente, de
las armas que nunca me habían fallado. De mi amigo Yelko, de mi mozo de
espadas, de Vicente y entre todos pusimos la vista en el futuro que mejor nos
imaginábamos. Palante, con dos cojones. Claro que, según veía la gente y
nosotros mismos, íbamos a afrontar el asalto, la lucha en la Fórmula 1 montados
en un coche hecho de retales por cuatro amigos y con los neumáticos
recauchutados”,Alberto sonríe cuando lo recuerda, pero es consciente de que tenían razón.
Ahora, sin embargo, ya había probado el veneno, ya sabía dónde pintar de rojo
el blanco del porvenir. «Era la realidad, pero apretamos los mimbres
del coche con el máximo cariño para apretar luego el acelerador a fondo. Que se
desmontaba y nos quedábamos descalificados a las primeras de cambio, pues,
bueno, por nosotros no había quedado… Que tiraba para adelante y sonaba la
flauta, pues de puta madre. Y mira…”. Y veo. Veo que la flauta no suena
así, porque sí…
Por eso llegó aquel 2
de mayo que volvió a cambiar la historia, cuando decidió que si había un día
para triunfar o morir aquel era tan bueno como cualquier otro. Un par de
entrenamientos a escondidas con Julián, mucho tiempo para tragar jindama. Y
peor para el sol de aquel sábado, que se metió a las siete en la cuna del mar a
roncar, mientras un tal Simón le levantaba la falda a la luna. Ya estaba en el
cielo aquel día cuando una ambulancia le robaba la foto con que todos sueñan y
se lo llevaba caminito del hospital, pero con el derecho ganado a que su nombre
figurase en la gloria. Él, entonces, sabía que habría más. Y que el toreo es
mucho más grande que una simple foto.
Pero todo comenzó a
coger velocidad. «De no sonar mi nombre para nadie, a que sonase muy fuerte en todas las
bocas”, recuerda Alberto. «Esto es así. Para esas cosas te preparas,
es cierto, pero nunca son como te las imaginabas. Tienes que estar bien sereno
y tomártelas con mucha calma porque el vértigo te puede llevar a volverte loco,
y yo entonces ya era muy consciente de que esto da muchas vueltas”.
Pero, ¿cómo lo había
soñado? ¿Qué se le quedó después de haber abierto ese portón tres veces en el
mismo año? «Yo había visto a muchos toreros salir en hombros de Las Ventas.
Incluso había salido con ellos, acompañándoles y pensando lo que daría por
disfrutar tres segundos de esa sensación”. Alberto hasta se emociona
recordando todo aquello. «Recuerdo que, cuando por fin conseguí
salir, el 24 de mayo, me quedé embobado mirando al techo cuando me sacaban en
volandas. Aquello fue tan mágico que no me lo creía. Vamos, que aún no me lo
creo…”.
A pesar de que ahora
es el primero del escalafón, el que más torea, el que más contratan. En apenas
un año. Todo eso hay que gestionarlo muy bien, porque también implica baches. Y cuando llega el
ecuador de la temporada, ¿cómo se encuentran el cuerpo y el alma del torero y
del hombre? Tampoco le cuesta responder con la sinceridad que caracteriza la
conversación. «No te voy a ocultar que he pasado momentos muy jodidos durante la
temporada”, espeta Alberto con serenidad, «y mañana no sé qué será de mí,
pero ahora mismo estoy feliz. Disfruto mucho más de los amigos porque tengo
menos tiempo para hacerlo, y suelo hacelo en el campo. Ayer estuve en casa de
Antonio Palla y disfruté dos animales como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Anteayer,
en casa de Borja Domecq, cuajé un toro descubriendo sensaciones nuevas, y eso
te hace alcanzar un grado más a la hora de buscar la felicidad. Pero mañana no
sé qué me encontraré ni cómo me afectará. Es la putada de mi cabeza…”.
Alberto es como las
tormentas: puede caer una tromba de agua cuando nadie diría que iba a hacer mal
tiempo, pero él se conoce –cada vez más- y se asume. «Me ha tocado a mí. Tal vez si
Roca Rey hubiese nacido un par de años antes le hubiese tocado a él, nunca lo
sabremos”. Por eso no le ha costado abanderar y echarse sobre los
hombros la renovación necesaria que ha sufrido el escalafón. «Para eso intento quitarme toda
la presión que puedo”, explica, «y voy a mi bola porque comprendes que
todo tiene unos intereses por detrás. Para asimilar eso de frente tienes que
ser tremendamente fuerte y puedes hacerlo porque tengas una inmensa capacidad para
saber cuáles son esos intereses o aislarte de todo. Si no haces una de esas dos
cosas, hay comentarios, comportamientos y actuaciones de según qué personas que
te pueden llegar a desestabilizar. Yo he intentado mantenerme al margen y
dedicarme a lo que amo de esta profesión, que es el toro, el torero y la verdad
que hay entre ellos. El toro nunca te miente. Lo demás está un poco sucio”.
O un mucho. Depende de
lo que estemos dispuestos a bucear en el fango del toreo. Lo cierto es que ahora
el sol va secando la ropa de la vieja Europa en la que ya se conoce su nombre
sin hacer mueca o ademán. Lo cierto es que cuando llegó el triunfo «tenía
muy claro lo que quería, pero también lo que no quería, y eso a veces es duro.
Lo es porque ves cómo la gente intenta jugar con tus ilusiones”, y
hablando del asunto Alberto cambia su tono de voz. Está más serio. Es más mayor
que hace un minuto. «Había gente que me llamaba para ofrecerme cosas que no entraban en mis
planes por indignas y me lo ofrecían como una oportunidad. Después de haber
triunfado dos o tres tardes en la plaza más importante del mundo. Creo que una
de las claves de estar donde estoy es haber sabido decir que no. Porque yo
quería torear con las figuras, cumplir el sueño que tenía en la cabeza, no
torear a cualquier precio”.
Ahora que está tan sola
la soledad, que cualquiera te echa el brazo por encima y que tus fotos decoran
las carpetas de las niñas, ¿qué te queda de tus Maneras de Vivir? Alberto
sonríe de nuevo. En ese sentido es un torero un poco atípico. Muy atípico. «Tú
sabes que no me ha gustado nunca la coba ni nada de eso, y en el toreo hay
bastante. Pero se les ve mucho. No saben que me acuerdo de cuando me volvían la
cara los que ahora se acercan en seguida a pegarte un abrazo. Esa gente no la
quiero cerca. Yo prefiero disfrutar de un paseo en el campo con mi amigo
Antonio Palla, que no lidiará en las ferias, pero su amistad no tiene precio. O
con mi amigo Yelko, o disfrutar de una tarde en mi barrio, con los amigos de
siempre. De irme a cenar con ellos y exprimir cada segundo porque ahora ya no
tengo tanto tiempo para hacerlo y lo valoro mucho más. Eso yo no lo cambio por
nada”. Y eso no tiene nada que ver con ser un antisistema, sino con ser
tan diferente como te permite la pluralidad. Uno tiene derecho a ser el perro
verde siempre que sea consciente de que lo es y por qué lo es.
«Tú puedes ser un
antisistema para ti mismo, y más cuando eres joven”, reflexiona Alberto en voz
alta, «pero no puedes ir tampoco en contra del mundo, porque al final eso te
hace un desgraciado. Por eso a veces compensa más hacerse el tonto en según qué
cosas y no discutir, porque lo estarías haciendo en cada momento. Lo que ocurre
es que a veces tienes que pegar algún que otro serretazo también, porque la
gente confunde que te lo hagas a que seas tonto, y tienes que dejarlo muy claro
para evitar abusos. Porque si te lo haces, a veces es precisamente para no dar
explicaciones a un tipo que no las merece. Pero si se lo terminan creyendo,
pues me parece perfecto. Soy muy tonto. Y así no discuto. Pero es estresante,
porque hay veces que el único momento de paz que encuentras es cuando estás
delante del toro, porque hasta cuando se te viene al pecho es muy puro. En este
mundo, fuera de la cara, te pegan abrazos que son puñaladas”. El toro
no miente. El toro tiene la grandeza de entregar su vida y de ser noble hasta
para advertirte de cuándo y dónde te puede herir.
Y, si hablamos de toros,
cuál fue ese que más le hizo sentir el toreo, que aún recuerda por el
cosquilleo en las muñecas, por el hormiguillo en los dedos, por el vacío del alma.«Tal
vez uno de Jandilla la tarde de Aranjuez. Fue tal el nivel de profundidad, de
abandono y de entrega que hoy por hoy es el que primero se me viene a la cabeza.
Pero hay algunos más”. A ese le cortó el rabo, porque, encima, lo mató
tremendamente bien.
Mientras tanto,
Alberto ha aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, que en ocasiones no son
tan pequeñas. «Torear con mi ídolo de siempre, salir en hombros con Manzanares en
Madrid, estar anunciado en la goyesca de Ronda, que te componga un pasodoble un
maestro como Abel Moreno… Yo no sé cuánto tiempo estaré en esto, aunque no creo
que mi carrera vaya a ser muy larga. No sé si mañana me aburriré, me enfadaré y
no respiraré o si un toro me quitará de en medio, pero mientras tanto voy a
disfrutarlo todo. Voy a vivirlo aquí y ahora, porque todas esas cosas ya nadie
me las puede quitar…”.