Decía el poeta, crítico y ensayista José Bergamín, que algunos toreros tenían percha literaria, que unos inspiraban prosa y otros sugerían verso. Es evidente que el autor de tan espléndido libro como La música callada del toreo, sabía perfectamente de lo que hablaba, no en vano uno ha llegado a comprender tal afirmación en las hechuras y vivencias de un torero tan grandioso como lo fue en su tiempo Nicanor Villalta Serrés.
Y es que el de Cretas fue un diestro que evocaba romanticismos toreros del pasado a los propios aficionados de los años veinte y treinta, que advertía en él unas formas antiguas de entender, ser y sentirse torero, unas formas que nada tenían que ver con el toreo pinturero, de pellizco y arte que inventara Chicuelo, sino con un sentir que surgía de destilar un sinfín de dificultades, contrariedades y sufrimientos endosados por la vida, para superarlos desde una voluntad inquebrantable ante la cara del toro.
Es evidente que el toreo de Villalta no era estético. Tampoco él lo era. En su corazón habitaba un sentimiento perenne de penalidad, de ahí que su toreo resultara épico, heroico, gallardo y bizarro. Su toreo era el resultado de superar lo imposible. En ese extremo radicaba su poesía y su grandeza, pues como decía Belmonte, se torea como se es.
El escultor y pintor José Gonzalvo dibujó esa poesía que manaba de Villalta plasmándolo anciano, con surcos de sufrimiento en la piel, con su cuello largo como larga y atribulada fue su vida y tocado por una vieja montera. Es, quizá, la representación más espiritual que jamás nadie ha hecho del alma de un torero.
Y es que esos surcos de dolor los comenzó a labrar Villalta en su misma infancia, en la que estuvo a punto de morir de niño como consecuencia de haber contraído la difteria, mortal enfermedad en aquel entonces de la que murieron tres de sus hermanos. Y él mismo sufrió a lo largo de toda su vida achaques pulmonares repetidos. De hecho, siendo ya adulto, rozó nuevamente la muerte como consecuencia de una grave pulmonía.
Villalta sufrió la emigración a los ocho años y padeció la pobreza y la pérdida de su madre a los trece. Vivió la revolución mejicana y la pérdida de las cuatro pertenencias conseguidas por su padre. De esa revolución le quedó guardada en la memoria una escena dantesca relatada al periodista y escritor Marino Gómez-Santos. Le contaba cómo le impresionó ver una multitud ingente de cadáveres tendidos en las calles de la ciudad de México, y la estampa terrorífica de Pancho Villa pasando a caballo por encima de ellos.
– Oye maño, todavía no se me ha olvidado la mirada penetrante de Pancho Villa -dijo.
Y sufrió otra emigración, la cubana. Allí pasó varios inviernos trabajando la zafra en los campos de caña; y fue albañil, pues dobló el espinazo junto a otros españoles para construir el tan renombrado paseo Malecón de la Habana.
Villalta sufrió el desamor. En una ocasión llegó a decir que sólo estuvo enamorado en su vida de una mujer: La Virgen del Pilar, a la que le profesaba una profunda devoción.
Ella fue su guía y por ella pronunció aquella frase que se convirtió en su ambición como torero: «Y en lo más alto de las catedrales de Madrid, Zaragoza y Sevilla besarás la cruz». Se refería a las tres plazas que debía conquistar como torero, y eso a pesar de que entonces la prensa le tratara como a un chalado y le diera calificativos tan despectivos como «Villalata» o «El Tubo de la Risa». Ni qué decir tiene que las tres plazas se rindieron a sus pies. Y vivió la ruina de la guerra en la que perdió toda su fortuna y a punto estuvo de perder la vida de no ser porque su esposa, Josefina Juberías, le salvó de una checa que lo llevaba al paredón. Luego estuvo oculto dos años en los sótanos de un chalet en el Viso sin salir ni un solo día a la calle. Cuentan que cuando acabó la guerra era un cadáver andante.
Créanme que no hay espacio suficiente en este artículo para narrar la cantidad de contrariedades vividas por este turolense grande de talla y espíritu, que hubiera resultado un perfecto protagonista de folletín novelesco.
Grande porque Nicanor Villalta superó todas y cada una de esas dificultades, en los ruedos, donde Lalanda le vetó en no pocas ocasiones, y en la vida, por la que siempre paseó con la sonrisa en el rostro, tocado por su inconfundible sombrero y con la solemne grandeza de saberse, en su humildad, uno de los más importantes toreros de la historia, el que abrió el camino a una tauromaquia que hoy podría definir, en su perfección el mismo José Tomás. Solo cabe decir sobre aquel gran Villalta: Gloria a su memoria.