«Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto» (Georg C. Lichtenberg)
Cuando rodaba el cuarto de esta tarde en Zafra todo estaba cumplido. La séptima palabra y la expiración de un mortecino tendido habían culminado el rito por el que la tauromaquia acababa de ofrecer la imagen más triste. Si lo que queríamos era deconstruir, lo habíamos bordado. Porque lo cierto es que -como estaba anunciado, pregonado, auspiciado y advertido- el primer acto de la segunda gira vino para reventar lo conseguido con las patas de atrás.
Y eso no era culpa ni de una empresa a la que casi obligaron a celebrar el festejo con tan sólo cuatro días para prepararlo ni de unos matadores que, o participaban en él, o estaban condenados al oscurantismo de quien esta se la guardaría para cuando procediese. Era culpa de aquellos que organizaron la Crucifixión. De aquellos que vieron el final de abril como la hora perfecta para proseguir lo que en otoño tuvo buen tino pero que este 2021 era una guadaña contra las empresas que sí querían (y podían) trabajar en las próximas semanas.
Guadaña no contra las Ferias que este mes de mayo sí se van a retransmitir, sino guadaña contra el medio plazo: contra un junio en el que las empresas necesitarían fechas de una televisión que ya ha quemado dos más en su lista de objetivos; guadaña de aquellos seriales de julio a octubre que reducirán su abono por culpa de quien ahora, a 30 de abril, ve 80.000 por tarde en un festejo con 80 personas pagando y huele meramente el pan del hoy, mas no percibe el hambre del mañana. Y querer reconstruir el sector tomando como modelo lo que sucedió en Zafra de tablas hacia afuera es de todo menos lógico.
Por eso a esa hora, cuando el cuarto rodaba, ya lo habían apaleado. Lo habían flagelado. Lo habían coronado de espinas. Lo habían cargado con el madero. Se habían echado a suertes sus vestiduras y, aún así, el toreo seguía brotando por obra de los trastos de Robleño, de Salenc, de Uceda, de Espada… esos a los que habían faltado al respeto al manejar como el orto el escaparate que para ellos deberían haber bordado. El tesoro al que habían dilapidado con una mala idea manchada de quién sabe qué intereses seguía sonriéndoles, seguía mirándoles a los ojos, seguía haciéndolos felices y, sobre todo, él les ofrecía su perdón. El toreo, al que habían intentado matar.
Y la vida siguió porque hubo gente capaz de redimirse peleando con la vida para que él estuviese presente en Leganés, en Aranjuez, en Vistalegre, en Valladolid, en Istres, en Arles, en Nimes… Y hasta en Las Ventas resucitó, porque a esa hora se cocía a fuego lento un festival que será preludio de una posterior Beneficencia o Cultura que den lustre al verano de un Madrid de condición renovada en las urnas. Pero el clamor popular había espantado a los que pretendieron subastar los harapos.
Tan sólo Juan quedaba en el trance de la cruz; Pedro, el que por tres veces negó tener relación con este negocio ante el pópulo, huyó cual cobarde de la cita. Había dejado solo al tesoro que le había dado de comer su propia carne horas antes. “Todo está cumplido” dijo el vástago al que habían taladrado pies y manos. Y expiró.
Pero lo bueno de esta historia es que al tercer día sale el sol. Y existe el perdón otorgado si existe antes una disculpa: la que la Fundación y la que la Unión de Toreros le deben a todo el toreo. De no ser así, éste tendrá el derecho de perderles el respeto.