Llevaba dándole vueltas en la cabeza al tema de las entradas, ya no en tiempos de pandemia, sino desde hace unos años. De cómo los altos precios se están encargando de desmentir eso de que «el toreo es del pueblo» y de que ahí, justo en ese pequeño gran detalle, podría estar la verdadera razón del amplio rechazo de muchos hacia lo que es hoy el mundo del toro.
Y pensaba en las plazas de mi Colombia, esas en las que sólo Manizales (la única que se llena) sigue manteniendo precios para todos los públicos, o que en el reciente festival en Madrid, donde hubo entradas desde los 5,20 euros, y todas ellas volaron en tan sólo dos horas. Luego, miraba los tendidos de Vistalegre, tan tristes… Un cartel como el de hoy, con Ponce, Morante, Aguado y los toros de Juan Pedro, y no siquiera con el aforo limitado se agota el papel. Pero claro, ves la lista de precios y lo entiendes todo.
Mientras pensaba con preocupación en todo esto y se me iban ocurriendo más argumentos para tratar de entenderlo todo mejor, a Morante se le ocurrió dibujar un puñado de naturales soberbios, uno a uno, como para poder paladear los bocado a bocado. Monumental. De un plumazo, ese sentimiento lúgubre que tenía por dentro, se transformó en otra cosa, en esa emoción que brota cuando el arte se hace presente. Me sentí, entonces, privilegiado. Mucho más cuando, al final, ese toreo a dos manos elevó a lo sublime aquello que estaba pasando en la arena, como una ráfaga que te sorprende y estremece al mismo tiempo.
Y entonces piensas que esto no puede ser el privilegio de unos pocos… Parafraseando aquella campaña del torero de La Puebla, el arte no tiene precio (al menos, no uno tan alto).