Hola César. ¿Cómo llevas esta pesadilla? Han pasado casi tres décadas de aquello que tú y yo conseguimos, pero parece que fue ayer, ¿eh? Y cómo nos acordamos ambos… Porque tu historia con Madrid, la plaza que te sacó de pobre, que te erigió como figura, que te dio todo lo que tienes y que sembró tu mito pasa irremediablemente por aquellos diez minutos que tú y yo soñamos juntos (aunque el terror inundase por momentos aquel 7 de junio).
No sé si a mí me toreaste mejor o peor que se torea ahora. A mí me toreaste como eras y como era: con casta. Lo sabía la plaza, a la que llegaste con el ambiente con el que Madrid te había prendido ya en sus brazos años antes. Hubo enganchones, ¿y qué? No hubo pulcritud rotunda, ¿y qué? Pero ambos, los dos, llegamos a la patata de nuestra gente. Aquello no se le olvidará jamás al que estuvo en la plaza. Fíjate, querido César, que hasta casi treinta años después nos siguen recordando. Cómo sería lo nuestro, ¿eh?
Fue la obra de tu vida. Fue… tu faena César, la de todos tus años juntos, por la que el mundo entero comprendió tu valor; por la que todo el orbe supo que el Julio César que parió Colombia lo encumbró Baltasar Ibán. Sin aquella obra, sin aquel 1994, ¿hubieses llegado a ser lo que eres ahora? Te levantaste frente a la adversidad de Madrid y no te conformaste en ningún momento. Y mira que te lo puse difícil, ¿eh? Te di una guerra sin cuartel hasta que me fui al cielo de los bravos. Ya se lo hice pasar mal a tu pica, a tu cuadrilla y, mientras te veía tragar, sabía que no podría contigo, pero tú conmigo… tampoco. Eso creía yo, al menos. Aunque me equivocase de pleno.
Los aficionados a veces son egoístas, lo sabes, pero jugarse la vida de esa forma no puede hacerse diariamente. Por eso tú decidiste que lo harías aquel día en aquellas cuarenta y una arrancadas de gloria y corazón que saboreó el templo. ¿El terror y la pesadilla? Puede que se apoderaran de mi pitón derecho. Ahí llevaba yo colgando el mandil de la Parca. ¿La épica? También.
¿Y qué hubiera sido si mi sangre hubiese regado la cabaña brava? Eso poco importa ya, porque mi legado sigue siendo eterno cuando toda una afición sabe de aquella tarde. Regué tu traje con mi ella y se la enseñaste esa tarde a Madrid. A esa afición que te atacaba porque no conocía tu realidad.
Yo te soy sincero, como tú me fuiste a mí; cuando yo sólo te daba navajazos infames, tú me diste el pecho, me cargaste la suerte, me echaste la mano abajo, mandaste sobre mi soberbia, aguantaste mi quincena de derrotes, alargaste mi corto viaje, apretaste en belleza mis tornillazos, transformaste mis cornadas en emoción y cantaste a la vida frente a la muerte que yo te estaba ofreciendo en cada embestida. Porque yo, amigo César, fui un el cabrón necesario para aquel momento de tu carrera y tu relación con ese tendido.
Pudo ser un infierno inmisericorde que resolviste en belleza; fue una escalera de honor que convertiste en la gracia colombiana que tienen los valientes. Los doblones intentaron quebrantarme, pero aquel castigo me vino pequeño: yo quería más. Los ayudados me despejaron y hasta que no me la plantaste en redondo en la tercera serie pensé que lograría montarme encima de ti. Pero ¡cómo lo hiciste desde ese momento! Danzaste conmigo, que te quería matar; y ligaste a la muerte misma hasta los de pecho. ¡Si hubieras pensado en el cuerpo yo te habría comido! No me ligaste al natural, no te dejé, pero lograste soplármelos cumbres de uno en uno. Y me fui muerto, pero no vencido. Porque la leyenda del torero que nació aquel día –y tu faena más recordada en la plaza de tus seis puertas grandes sólo fue de una oreja- siempre llevará consigo la sonoridad de mi nombre: Bastonito.
Hace de ello 25 años, César, pero nadie lo ha olvidado. Dos décadas y media de una brutal batalla venteña que la afición jamás olvidará.